Los combates callejeros en Culiacán
la tarde del jueves cimbraron
al país. Las escenas de ancianos,
mujeres y niños que corrían despavoridos
por las calles o aterrorizados,
tirados al piso en los centros comerciales,
parecían arrancadas de una película
de Martin Scorsese o de Quentin
Tarantino.
Las imágenes transmitidas en vivo
por la televisión y las redes sociales
generaron un sentimiento de coraje e
impotencia entre la sociedad, y acabaron
de dividir aún más al país en dos grandes
frentes: los que reprochan al gobierno
su incapacidad y falta de agallas y los
que consideraron que salvar vidas era la
decisión menos peor.
Finalmente las redes, campo de
batalla predilecto de los críticos y de los
defensores de la 4T, sólo recrudecieron
el enfrentamiento que ha librado el país
desde el inicio de un gobierno que a
veces con rudeza innecesaria decidió
enfrentar a sus adversarios de siempre,
los mismos que antes de recular, le han
hecho la guerra al recién llegado inquilino
de Palacio Nacional.
Pero detrás del encono entre ambos
bandos, hay verdades a medias y mentiras
hijas de la perversidad o del afán de
quedar bien. Se percibe en el debate la
expresión de corrientes ciudadanas que
creen francamente en lo que sienten y
dicen y que ejercen su derecho a expresarse,
pero se advierte también que al
gobierno le cobran la factura sus enemigos
a los que ha combatido, quitado
privilegios o lesionado en sus intereses
particulares o de grupo.
Habría que ver los hechos del jueves
con el rigor de un análisis objetivo. Es
indiscutible que el operativo militar-policiaco
falló y que se cometieron errores
imperdonables, tal vez porque no se
calculó la capacidad de respuesta del
adversario. Se incurrió en error elemental
que deja en claro la imprevisión o la
planeación torpe y a medias: la facilidad
con que los sicarios pudieron rodear y
tomar como rehenes a los habitantes de
la unidad donde radican los familiares
de los soldados.
La delincuencia sinaloense ya había
dejado constancia en otros acontecimientos
del poderío de su arsenal y del
feroz control de su plaza.
Los servicios de inteligencia locales y
federales fallaron y mandaron a la tropa
y a la policía al fracaso con un operativo
mal calculado que por lo mismo resultó
fallido y mostró al mundo en Gobierno
débil e incapaz de hacer valer su mono
monopolio
de la fuerza
Los militares y las corporaciones
federales cumplieron con su deber, se
abrieron paso con valentía y gallardía
entre el fuego cruzado de las hordas
criminales. Fieles a la disciplina castrense
cumplieron las indicaciones y fueron
las primeras víctimas de la tremenda
equivocación.
Por eso no es fortuito que Alfonso
Durazo haya tenido que reconocer en su
peculiar estilo que proyecta su hartazgo,
que fue un operativo fallido. Debiera
renunciar pero como suele suceder en
la política mexicana, seguramente que
permanecerá inamovible.
Hace algunos años en Matamoros
la Marina llevó a cabo un sorpresivo
operativo parecido al del jueves para
capturar a “Tony Tormenta”. La precisión
cronométrica de cada acción de los
marinos permitió cumplir con el objetivo
de liquidar al líder mafioso al menor
costo posible en pérdidas humanas y
materiales.
En Culiacán, el jueves sucedió lo contrario
y por eso el país está encabronado
y conmocionado. Pero aún hay más que
discutir… La otra parte de la historia fue
la decisión de liberar a Ovidio Guzmán
“El Chapito”. Había dos caminos: mantenerlo
preso, lo cual muy probablemente
habría provocado un baño de sangre,
o soltarlo y salvar las vidas de quienes
aparecían como rehenes.
A estas alturas, tras una acción
errática y deshilvanada, al gobierno de
López Obrador no tenía más remedio
que tomar una decisión, a sabiendas de
que cualquiera de las dos tendría un alto
costo político.
Finalmente cualquier salida calaría
hondo en el ánimo de una sociedad
descontenta hasta la coronilla de la violencia
cotidiana que vive México desde
hace diez años y que ya ha costado miles
de vidas, de desaparecidos y de infames
atrocidades.
Entre exhibir preso a un delincuente
de alto rango y poner a salvo a quienes
mantenían los sicarios bajo la mira de
sus armas, se eligió el último camino.
En la revisión mesurada de los acontecimientos,
queda claro que el Gobierno
prefirió no cargar con el estigma de
haber condenado a muerte a un número
indeterminado de ciudadanos, aún a
sabiendas del enorme costo político
que tendría esta decisión, sobre todo
para un gobierno que tiene como divisa
fundamental el respeto a la vida y a los
derechos humanos.
El problema de generar más encono
en el debate político es que la historia de
la violencia del narcotráfico no terminó
ese día y que aún en extensas regiones
del país se viven día a día jornadas de
violencia criminal, secuestros, ejecuciones
y excesos, algunos en grado de
crueldad y brutalidad extrema.
Nadie está a salvo de esta tragedia y
lo peor del caso es que probablemente
Culiacán es solo un capítulo más de una
historia a la que no se le ve final.
Habría entonces que enfriar los
ánimos, rearmar la historia y empezar
a obtener conclusiones para evitar que
el episodio del jueves se repita. Los
asesinos todavía andan sueltos en las
calles y caminos del territorio nacional
y sus arsenales y sus fortunas están casi
intactas.