Hace poco el presidente de
Chile, Sebastián Piñera,
declaró al diario Financial
Times que su país es un oasis
en la región, con democracia
estable, economía en crecimiento,
generación de empleos y mejora de
salarios.
Esa entrevista ha adquirido cierto
parecido con la que el presidente
Porfirio Díaz le dio al periodista James
Creelman en marzo de 1908. En ella
justificaba su gobierno dictatorial y
aseguraba, más bien para lectores
del extranjero, que los mexicanos
ya estaban preparados para la
democracia. No esperaba, Porfirio,
que sus declaraciones provocarían
una fuerte turbulencia y contribuirían
a desatar la revolución.
Piñera no esperaba que a pocas
semanas de presentar a su país como
paraíso se desataría una de las más
fuertes revueltas sociales en América
Latina. El contraste entre los que
pintan a Chile como ejemplo de un
neoliberalismo exitoso y lo que ahora
sale a la luz, es extremo.
La revuelta empezó con la
convocatoria de los estudiantes a
saltarse los torniquetes del metro en
respuesta a un aumento del precio del
boleto. Un aumento que podríamos
pensar más bien pequeño, de 800
a 830 pesos chilenos; es decir poco
menos de un 4 por ciento. Pero hay
contextos en los que una chispa
puede incendiar la pradera. Y en
este caso la represión de la revuelta
estudiantil atizó el fuego.
Ya antes los estudiantes habían
protestado debido a que la educación,
privatizada, es cara y tienen que
endeudarse para después encontrar
un empleo mal pagado.
Al descontento se sumaron los
jubilados, cuyas pensiones los tienen
en la pobreza. Hace unos días leí en
una publicación financiera que el
sistema pensionario de Chile es uno
de los mejores del mundo. México lo
copió y pronto empezaremos a ver
cómo nos va.
Los sindicatos convocaron a una
huelga general. Los transportistas
cerraron casetas de pago en las
carreteras porque las consideran
caras. Y todos se sienten afectados
por el alto costo de las medicinas y la
privatización del sistema de salud.
Inicialmente Piñera reaccionó
con medidas de fuerza. Declaró:
estamos en guerra contra un enemigo
poderoso, implacable, dispuesto a
usar la violencia y quemar hospitales,
el metro y los supermercados. Son
vándalos criminales.
Cierto, hubo episodios de
violencia, saqueos, quema de
autobuses y han ocurrido unas veinte
muertes. Son las fotos, videos y
notas de hechos lamentables las que
destacan en los medios y ocultan los
problemas de fondo.
Uno de los lemas destacados
de la revuelta es “no se trata de 30
pesos, sino de 30 años”, refiriéndose
a los decenios de neoliberalismo
depredador.
El hecho es que la revuelta tomó
por sorpresa a la clase política. No
la podían entender. El ministro
del interior habló de una escalada
organizada, sin aclarar quienes la
organizan. La primera dama, Cecilia
Morel, dijo “Estamos absolutamente
sobrepasados. Es como una invasión
extranjera, alienígena, y no tenemos
las herramientas para combatirla”.
Difícil que la primera familia
entienda el malestar popular cuando
el presidente Piñera ha amasado
una fortuna calculada en 2 mil 800
millones de dólares de los años de la
dictadura de Pinochet a la fecha.
A los señores que tienen este
nivel de fortunas les gusta mostrarse
como filántropos y ambientalistas.
Piñera compró 118 mil hectáreas
con propósitos de conservación y
servicios para 100 mil visitantes al
año. Lo hizo con capital de una de
sus empresas radicada en Panamá
para evadir impuestos. Lo más
controvertido surge del reclamo de la
población indígena de que parte de
esa zona son tierras ancestrales sobre
las que no logran el reconocimiento
de sus derechos.
Piñera ejemplifica mejor que nadie
el problema de fondo, la inequidad. A
su favor está que cambió de posición
y a unos días de iniciada la revuelta
lanzó una agenda social de unidad
nacional que da marcha atrás al alza
del metro y la electricidad. También
elevó el salario mínimo, redujo la
semana laboral de 45 a 40 horas,
creó un fondo para complementar
las pensiones más bajas y se
comprometió a negociar con las
farmacéuticas bajar el precio de las
medicinas.
Para solventar estos gastos
anunció que se eleva al 40 por ciento
el impuesto sobre la renta de los
que ganen más de 11 mil dólares al
mes. Cabe suponer que el presidente
mismo y las grandes familias seguirán
guardando capitales en paraísos
fiscales extranjeros.
Sin embargo, estos cambios
podrían no ser suficientes para
enfrentar el cansancio de una
mayoría de la población que percibe
claramente la inequidad económica
y social, en mucho asociada a
la corrupción y a componendas
legaloides entre el poder público
y la minoría enriquecida a niveles
fantásticos.
A partir de una revuelta en un
principio desordenada y sin cabezas
visibles está ocurriendo un proceso
de creciente organización y nuevas
demandas. Según encuestas el 83
por ciento de la ciudadanía apoya
las protestas y el 7 por ciento las
rechaza. Este viernes más de un
millón de personas marcharon
en la capital exigiendo cambios.
Destaca el llamado a convocar a una
Asamblea Constituyente que anule la
Constitución neoliberal heredada de
la dictadura sangrienta de Augusto
Pinochet y que deja el timón del país
en manos del mercado; es decir del
dinero.
Aquí en México, parece que vemos
los toros desde la barrera, pero nos
vendría bien algún aprendizaje. Este
sería, entre otros, que la democracia
convencional no es adecuada para
detectar resentimientos largamente
acumulados que pueden explotar
de manera sorpresiva. Las pasadas
elecciones presidenciales expresaron
y desfogaron algo de ese malestar;
también crearon expectativas que
requieren ser satisfechas. A veces
dar poco a destiempo exacerba el
problema.
El mejor antídoto es propiciar
una real democracia participativa.
Afortunadamente contamos con
una Constitución con medula social.
Infortunadamente décadas de
neoliberalismo nos dejan un país en
el que la medición de la inequidad
arroja el mismo dato que el de la
República de Chile.