Ahora que me he quedado solo por un tiempo, me doy cuenta que no tengo mucho que pensar, que todo lo que es es y ya está hecho, que lo que yo pueda inventar ya fue inventado, que cada palabra ya fue dicha, que queda sólo ese estar conmigo en este rato y con la ciudad. Qué es así como no teniendo nada voy por todo.
Puedo saber que solamente soy un flujo de sustancia qué se excita y se habilita, que soy el Tao de un chi que se escapa, que soy la energía de una célula que explota, el bit de un chip que caduca pero que ha olvidado la fecha.
Si me asomo, la ciudad me permite ver el sol esplendoroso, el árbol más grande del barrio, la calle interrumpida por una barda, el sonido de un carro interminable, las voces que se juntan, que se encuentran, que se van platicando.
Estoy al otro lado de las casas. Esta es mi ciudad de última hora, a la hora que se informa. Una persona de voz gruesa saluda y rasga el pequeño sonido en silencio, entre las rejas de golpes de tablajeros, rocas que se esparcen antes y después de los edificios.
El viento narra en las hojas su paso lúcido entre los árboles, en el polvo que se espolvorea entre la gente y sus conciliábulos. Ahora que nadie habla, los escucho a todos. Los espejos son innecesarios cuando ves los espejos de otros que se volvieron turbios entre los carros. Qué se volvieron humo, ecos de recuerdos temblorosos.
Es otoño en la ciudad, las hojas esparcen sus minutos por el suelo y recorren las avenidas con urgencia momentos antes de volverse tierra. La noche, no es un secreto, se lleva todas las hojas secas al cielo.
Las hojas llevan al sur la historia de los árboles y de los inviernos, de los fresnos, de los mangos, de los naranjos y de las anacahuitas. Los bulevares son larguísimos trenes que llevan esos pasajeros sin nombre, de pelo entrecano, en la estación cercana al invierno.
La ciudad por la mañana es una sinfonía de trastes bajo el agua, la canción de Odette qué respira el aliento de las señoras, el agua tibia, la charla encajada en las preocupaciones de un vaso, una jarra quebrada, un celular sin saldo, un perro extraviado en un sueño.
Ya pasó el profe viejo por la calle y dejó su pizarrón verde sin palabras. Pasó un loco hablando solo con un aparato y el aparato es un estuche, un escritorio, una oficina, una voz remota y anónima que te contesta y te reprime, que te culpa y te salva, que te escucha y te exime.
El viento trae el bullicio del sonido de los micrófonos, se pretende el anuncio de una oferta en los centros comerciales. Se presume la música de los recreos escolares y la ciudad – qué se esconde del sol y de la intemperie abajo de los árboles – sonríe desde un elote comprado en el 10 de Hidalgo.
Pero en martes ni te cases ni te embarques, ni andes con nadie. Y la ciudad acaba de abrir una tienda, acaba de adelantar el reloj, acaba de surgir después del mar y se va a esconder atrás de la sierra. Las horas son olas que pasan y nos mojan la cara.
Es martes apenas señora. Si abro la puerta entran todos los vendedores ambulantes, los cobradores, los vendedores de chía, de ungüento y del bálsamo para las reumas, los que compran fierro viejo, los que buscan a una persona, los notificadores, los incansables buscadores del martes que se empeña en quedarse, hasta que los encuentra la noche.
HASTA PRONTO.