El viento que no pasa es el que se queda, el que no llega, el que está fuera de la casa o de la ciudad. El viento que no pasa no conoce las narices, no conoce los labios, la boca, el pelo cómo se mueve, como se ondula atrás de las orejas como de un mezquite. El viento que no pasa no conoce el silbido a través de un pequeño orificio, no conoce la marea ni las tardes frente a una montaña en una plaza viendo cómo caen las hojas.
El viento que no pasa no conoce la historia de las personas, ni por qué cambiaron de lugar los objetos, ni por qué se construyó este edificio en la ciudad, ni por qué cambió de dirección esta calle. No conoce la lucha cuerpo a cuerpo contra un hombre armado con su bicicleta.
El viento que no pasa no conoce las calles con sus remolinos en la esquina, con los perros y los papeles arrastrados, ignorados, no conoce el agua que pudo haber traído el viento frío a 13 grados en una ciudad tranquila como Ciudad Victoria.
Pero pasa el norte y nadie nos tira esquina y nos re pegamos a la espera, a las paredes del teatro Juárez, a las escalinatas de un viejo cine, junto a otros a semejantes chamarras pegostiozas, a cartones de las tiendas vecinas, a papelería rauda, a zapatos tercos y a los calcetines también rotos de un lado y otro para que pase el sur que no pasa. Pero pasa el norte y nadie nos tira esquina y nos re pegamos a las paredes, a las escaleras del viento y al norte más fuerte. Con la bicicleta en contra.
Durante noviembre comienza el viento del norte a ser más agresivo, nos trae un poco de invierno adelantado. De ese modo ya no puedes mojarte en la lluvia y se vuelve imprescindible el impermeable sobre el suéter amarillo.
Durante la noche de pronto hay sonidos extraños , resquebrajamientos, incendios pequeños traídos por los fuertes vientos. Si alguien se levanta a cerrar una puerta, otro no lo hace a las 3 de la mañana.
Amanecen vidrios quebrados, espectaculares arrancados como árboles, de cuajo y sin contemplaciones.
El aire se lleva la calle, los anuncios caducos, la noche, las estrellas y las luminarias que anuncian una tienda. Y trae de nuevo el sonido de los carros, los claxons, un autobús lejano que se acerca desde la llanura cuando amanece.
Es la lluvia también junto al norte que pega en la ventana mientras amanece en la esquina y cuándo llega el día es la lluvia la que nos trae para un lado y para otro, hasta que el mismo viento la toma de la mano y se la lleva a un sitio remoto.
Cuando el norte se va, hay un dejo de nostalgia entre la gente. Inútilmente miran hacia el sur para ver si alcanzan a ver el aire que acaba de irse.
Voltean a ver sólo para constatar que el viento pasa como pasó el tiempo. Pero ha dejado sus huellas como el sillón que se mueve solo donde se sentaba la abuela.
Quiero pensar que el viento es como un jardín en el aire con sus algarabías y sus quietudes, pero no puedo pensar en eso mientras me aliso el cabello y cierro una ventana por donde el aire se mete a la casa.
Vas por la calle y con el viento del norte en contra es como si fueras descalzo y tripularas una nave durante un vendaval en un barco sin proa, como si no tuvieras proa ni barco ni en que navegar, ni mares, ni lagunas, ni charcos, pero fueras frente a ese norte en una guerra injusta contra el peor general, que en este caso para no variar serías tú, como siempre.
Pero el viento que no pasa es el único que se pierde todo esto de andar corriendo atrás de los sombreros, del balón que de no ser por el aire no hubiese entrado a la portería. Los papeles que ruedan por el pavimento son como botellas arrojadas al océano, alguien les dará lectura un día.
Durante el norte, en las plazas del aire se eleva un papalote, se escucha el grito de los niños, se oyen los rumores del viento, se mueven las alas de las aves en sus inventados precipicios. En la terraza se mueve solitario el sillón donde se sienta la abuela, cuando no hace mucho fresco.
HASTA PRONTO.