El triunfo de Andrés Manuel
López Obrador en las urnas
hace más de un año despertó en
muchos la esperanza de tener un país
mejor y más justo. Sin embargo, el
brutal asesinato de niños y mujeres de
la familia LeBarón, que escandalizó
a la opinión pública y constituye una
expresión más de que la inseguridad
y la violencia no disminuyen, podría
minar la luna de miel de la que ha
gozado el presidente. Justo con esta
idea, con este temor, publiqué un
artículo esta semana en el diario El
País. Desearía matizar y profundizar
esta reflexión.
Tiene razón López Obrador
cuando afirma que las condiciones
que provocan esta barbarie son
producto de la corrupción en el
sistema de justicia, de la falta de
oportunidades, de la negligencia
y los errores de los gobiernos
anteriores. “Dejaron un cochinero”
ha dicho con su acostumbrada
contundencia. El problema para
él es que aun siendo válido su
diagnóstico, a medida que pase
el tiempo la factura política de
la violencia será cobrada a su
gobierno. Ahora mismo, alrededor
de 60 por ciento de la población
considera que la estrategia de
seguridad pública de la 4T no es
la mejor o está equivocada. La
aprehensión fallida del hijo de El
Chapo, sucesos como el de la familia
LeBarón y la terrible estadística
mensual de asesinatos que no hace
sino aumentar, van erosionando
poco a poco la confianza en
el criterio y la capacidad del
presidente en esta materia.
El miedo no sabe de razones.
Es impecable la lógica de AMLO
cuando afirma que doce años de
guerra en contra del narco dejaron
en claro que la violencia no solo
no resuelve el problema sino lo
profundiza. Antes había media
docena de grandes cárteles, ahora
se estima que existen 200 bandas,
muchas de ellas en lucha entre
sí con métodos crecientemente
brutales. ¿Qué grado de bestialidad
y enajenación se requieren para
quemar vivos a mujeres y menores
de edad dentro de un auto?
Pero saber que tiene razón en
el diagnóstico resulta de poco
consuelo ante la sensación de que
el fuego comienza a llegarnos a los
aparejos, que las regiones se siguen
perdiendo a manos del narco, que
los ciudadanos estamos indefensos
ante la violencia impune. Decirle a
los delincuentes que lo que hacen
está mal y que esto ya cambió,
tampoco parece estar funcionando.
Creo, con López Obrador, que
resolver el problema de fondo
requiere un cambio de valores, la
restitución del tejido familiar, la
creación de oportunidades. Pero
me temo que ninguna de estas
verdades alcanzan a germinar en
el lapso de un sexenio. Lo cual nos
regresa al tema inicial: el miedo y
la frustración seguirán creciendo
y con él la desesperación y la
búsqueda de otras alternativas así
sean las más desesperadas. En estos
días, incluso, he escuchado a más
de un necio decir que la situación
es tan agobiante que deberíamos
aceptar la ayuda de Estados
Unidos y permitir que ellos nos
resuelvan el problema. Como si las
intervenciones de los marines no
hubieran dejado atrás un país hecho
trizas allá por donde han pasado.
Y por si fuera poco, ¡estamos
hablando del Estados Unidos de
Donald Trump!, por favor.
Y no obstante estas posiciones
extremas comienzan a jalonear la
conversación pública; constituyen las
versiones más absurdas pero de un
sentimiento real que ha empezado
a extenderse: una mezcla de miedo,
frustración y exasperación.
Soy de los que desearía que
López Obrador tuviera éxito.
Durante muchas décadas soñamos
con un gobierno que por una vez
viera por el interés de los pobres
y no solo por el beneficio de los
de arriba. Nunca pensé que sería
testigo de una presidencia que
se propone justamente eso. Más
allá de sus defectos, exabruptos
y desaciertos, que los tiene, sus
banderas merecen una oportunidad
por el bien de todos.
Por lo mismo, espero que
el exacerbado optimismo que
caracteriza al presidente no soslaye
el problema de la inseguridad y
no asuma que habrá de resolverse
simplemente porque ya llegó la 4T.
El miedo es un motor que lleva a los
pueblos a adoptar posiciones límite.
La pasión política es un sentimiento
poderoso pero palidece frente a la
compulsión que nos lleva a proteger
a nuestros hijos. Con tantito más que
el crimen organizado se exceda (¿qué
hacer cuando un sicario te extorsione
por estar en tu propia casa?) y otro
tantito que los adversarios de AMLO
conviertan el temor en oleadas de
pánico, podríamos entrar en una
crisis de alcances insospechados. En
ningún sentido conviene ser ave de
mal agüero, pero es un pecado menor
frente a la posibilidad de minimizar
un fuego que termine por devorarnos.
El gobierno tendría que hacer
algo más que mañaneras y una
narrativa bienintencionada; lo de la
familia LeBarón es nada más y nada
menos que la realidad haciendo un
desmentido de la realidad. Y para
nuestra desgracia, no será la última.
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