La ciudad es un otoño, una estación de luces en los charcos que simulan pequeños cielos. Calles cargadas de anhelos y de recuerdos que tiene el cuerpo. Sobre este lienzo se escribe todo, se deja de escribir, se cubre, se encubre y se deja a la intemperie. Se vive y se muere, como quien calla o como quien dice, como quién ignora y es el único que sabe.
Son necesidades de la memoria los techos que habitamos, los objetos, los escombros, las casas son cajas dispuestas, hay hombrecillos que viven en ellas, las tapan, las destapan, las doblan, los gatos caminan por encima.
Y escribimos del tiempo que tiene embargados los solares baldíos, de algunas esquinas que no debieron ser y calles que se fueron derecho hasta donde el monte crece y empieza un infinito, otro lugar más a dónde no ha ido nadie.
Uno persigue ese arroyo infinito, a veces un camino, a veces un hilo de estambre, a veces un hilo de sangre, uno persigue el infinito. Uno persigue su propio Inframundo.
La memoria necesita más que eso de la ciudad para ir por el mundo. Más que los triunfos y las derrotas. Más que los pies descalzos, los tenis o las botas. La memoria estuvo en los sitios adonde nadie acudió, una banca poco frecuentada por el público de una plaza , quizás una esquina donde nadie espera, quizás una barca repentina, la ciudad, la otra, la de cada uno, la que uno más quiere.
Y a veces la ciudad que uno quiere es un rato de música, un momento de silencio, la alfombra de los grillos en la tarde como único sonido, los cables que se atraviesan en la mirada vía los dos únicos pájaros, y una bandera temeraria qué lucha contra el viento en la cima de la montaña.
Cuando hay planes de viaje nos esperan en otras ciudades con nuestros ropajes, con nuestras caras y nuestras conversaciones. Comienzas a hablar de las calles, de las comidas, de las tardes alegres y tristes, de los dos únicos edificios, de las colonias pobres. Comienzas a decir que existes en las paredes cuando no te oyen. Y comienzas a oírte en los escombros que dejaste en paredes que resisten las últimas palabras de la noche. Actualizas el Facebook y dices que no puedes negarte a unas flautas de harina.
En palabras ciudad, eres un árbol. Un olmo enorme en medio de la calle donde los perros ladran en la noche, eres un aire descuidado, una flor amarilla, dos personas dos veces que platican en la esquina, una una familia que come más de lo que tiene en la bolsa. Eres una calle libre, una loma bajada y subida. Eres un columpio en un mezquite a la orilla del río San Marcos. Y ciudad, eres un niño pisando un charco con los tenis nuevos.
Ciudad en el ego, en el alma, en el cuerpo tienes a las mujeres bonitas como el agua cristalina, como la primavera todo el tiempo. Sales como el sol, con los ojos grandes te asomas por la ventana de la llanura. Es un diálogo por las calles, es una extraña avenida eso de que uno hable sólo detrás de las casas dibujándolas.
Tantito más y alcanzo a escuchar un piano y veo la última llama del quinqué oscureciendo el tiempo. Es la trampa, y ahí están todos los que cayeron, es una ciudad mediana como miles de estrellas con un tren de vez en cuando que parte en dos el paso anunciado del viento con sus puntos intermedios. Sin pasajeros que griten “ya llegamos a Victoria” o a dónde quiera que hayamos llegando.
La ciudad es un árbol que está afuera de una casa. La ciudad es un árbol afuera de otro árbol, son hojas que caen en ramas de una cuadrícula, frutos maduros en un patio. Frutos que al pasar alcanza uno con la mano. Hojas sueltas de este frío otoño.
HASTA PRONTO.