Un hombre viejo se para a
la orilla de una barda, se
sostiene con su sílabas
arrastradas de una larga jornada,
se atrapa él sólo en su rincón, se
vuelve solidario con su espejo, se
vuelve yugo, yunque, martillo, clavo,
óxido de su bastón simbólico,
libro de un pensamiento inédito.
Un hombre de barba blanca camina
solitario, despreciado, despechado,
pesado mide la talla de la circunstancia,
su nivel de olvidado. Camina
como el viento despacio, como
el humo esparecido en el tiempo. Es
una ciudad completa, metida con sus
trenes idos, con sus estaciones manchadas
de aceite. Sus manos según
sean grasas o secas y hundidas en su
tierra sembrada, simulan en el aire y
en silencio, el movimiento que un día
fue perfecto.
Luce cansado de andar todo el
tiempo en todos lados buscando,
encontrando pequeños guijarros,
lluvias, acantilados y puentes desgastados.
Si trabaja lo hace de brazos caídos
como su saco roto, caído hasta
el suelo. Más cerca del suelo que del
cielo, piensa en el cielo.
Un hombre viejo carga con todas
sus pertenencias encima.
Aparte del paradójico reloj detenido
hace 20 años, lleva comidas
que no ha hecho, senderos inútilmente
recorridos, tramos desechos
como algunas partes del cuerpo,
pedazos de fierro, tuercas y muecas
graciosas para improvisar pequeños
discursos a dos manos en la
cuerda floja. Y todavía carga en la
conciencia con sus padres muertos
en una batalla y carga con sus
abuelos en la sangre.
No supo en qué momento se
ha declarado y le han declarado
un viejo; dicen que eso nunca se
sabe, fue de repente durante un
almuerzo, fue un día que se quedó
dormido, fue el día cuando
abrió los ojos y los creyó cerrados,
fue el día que lo comenzaron
a llevar y a traer, a ocuparse
de sus anclas, de sus remos y de
sus sueños. Fue el día que decidió
contarlo todo y le dijeron que estaba
chacheando.
Un hombre viejo sabe que está
de este lado y al mismo tiempo va
cruzando una calle para concluir
su trabajo. Son sus pasos los últimos,
los más difíciles. Se escriben
de uno por uno en un discurso
mientras llega a donde no quiso.
Cuando comprende que uno
es el camino y el destino, uno es
la llegada y la partida sin regreso,
comprende que el tiempo fue
más lento, el tiempo fue paciente
por sí mismo, que ahora el mismo
tiempo es más prudente, más
pacífico, aunque más implacable
con el cuerpo.
El viejo ha contado las veces
que se ha caído y lo han levantado
del piso frío y sucio, les ha
dicho que no lo levanten, que él
puede solo, por orgullo, por vanidad,
para ir a contar a sus amigos
viejos las veces en que él se ha levantado
por sí mismo, qué es toda
una hazaña cruzar la calle a tal
velocidad sin ser atropellado por
un carro.
Los recuerdos se le volvieron
versos, pequeños ensayos,
mentirillas piadosas para divertir
a otros viejos. Y son los jubilados,
los extraños en una reunión
de muchachos. Sí. Son los vetarros,
betabeles, los rucos, los de
la edad de oro, los de la tercera
edad, los adultos mayores, los rabo
su verde, los ancianos, los zorros
plateados, los más viejos a los
que misteriosamente se les ha olvidado
cuántos años tienen.
Es viejo y todavía le cuelga,
porque viejos son los cerros, y es
cuando se da cuenta que no está
sobre una barda. Que está en
la banqueta, y con todo eso que
ya dijo, hay que armarse de valor,
brincar para caer al asfalto, cruzar
la calle a toda velocidad antes de
que cambie la luz del semáforo.
HASTA PRONTO.