“Comenzó a preocuparse en poco tiempo porque notó que el aire sin embargo avanzaba y era mucho más rápido, y los objetos que arrastraba ya eran más grandes”
Al escuchar un ruido afuera, se asomó por la ventana. Era domingo y se la había hecho tarde. Ya estaba amaneciendo y para él, que se levantaba a las 4:00 de la mañana, cuando miró el reloj se dio cuenta que ya eran las 6, y aunque no sabía para qué, lo cierto es que ya se le había hecho tarde.
Con su mano derecha sostuvo la cortina verde que extrañamente empezó a moverse a pesar de tener la ventana cerrada. El aire arreció afuera hasta que comenzó a convertirse en un pequeño vendaval que arrastraba papeles, botes de unicel, latas de cerveza, filtros arrugados de cigarros, pedazos de papeles sanitarios y todo lo que la gente deja olvidaba en la calle en vez de depositarlos en los lugares especiales que hay para ello.
Comenzó a preocuparse en poco tiempo porque notó que el aire sin embargo avanzaba y era mucho más rápido, y los objetos que arrastraba ya eran más grandes. Identificó algunas piezas clásicas: el viejo sofá de la vecina, pasó un señor que vendía lonas que ahora usaba como paracaidas.
Se sorprendió porque vio que pasó una vaca en el aire y eso sólo lo había visto en la tele, en algunos torbellinos que ocurren en ciertas regiones de los Estados Unidos, llevando a su paso todo lo que encuentran para dejarlos desperdigados en las casas de otras ciudades. Y en algunos casos devolviendo con creces los objetos a sus antiguos propietarios o simplemente algunas cosas buscaban acomodarse.
El colmo llegó cuando vio que pasó un tractor y no precisamente manejado por nadie, iba en el aire, apagado, dando traspiés, golpeándose con las orillas de la calle y llevándose entre sus llantas a muchos de los postes que estaban inclinados, enredados entre los cables.
Entonces pudo ver, oler o casi puedo ver el paso del olor a queroseno, pasó también el olor del pan, el olor de la vaca de hacía rato, el olor del silencio y del misterio, el olor de lo frívolo y de lo sencillo.
Pasó su propio olor de niño y de su juventud entre lápices y cuadernos, pasó todo al mismo tiempo por sus ojos y comprendió qué estaba vivo y que era por eso. Y afuera no era sino simplemente el viento que pasaba muy recio, que había decidido cambiar la velocidad por algún capricho que no nos corresponde a nosotros. Igual podría acabarse el mundo como se ha acabado antes o como se acaba cuando se muere uno.
Entonces corrió hacia la puerta para cerciorarse, para ver el sol que pintaba en la montaña una gran llamarada, para ver su salvedad, su pie en la calle, su respiración tomando aire. Así que abrió la puerta de par en par y volvió a dejar que entrara todo el tiempo junto, recordado.
Adentro todo había sido siempre transparente. Así que comenzó a ver los objetos del cuarto que él mismo entre metáforas había guardado, pero adentro era también una desaparición extraña de objetos, se dio cuenta que las palabras no existían, que todo era transparente, el amor, el odio, el dolor, todo lo que el hombre siente no se ve, no existe y por tanto no es fácil que se lo lleve el viento. No había necesidad de sujetarlas, al contrario, recordó que algunas de esas cosas las había borrado de su mente inútilmente, pero retornaron, ahí estaban curiosamente ahora, viendo como él se sujetaba a estos últimos instantes.
Afuera se estaba deteniendo el proceso, justo cuando no quería que se detuviese. Todo se aquietaba. El hombre quiso gritar algo, pero de sus labios solo surgió un pequeño movimiento que no llegó a ser una palabra ni una sonrisa, ni una emoción, ni un presentimiento, sólo esto.
Pronto comprendió que no, no era el viento, era el tiempo que iba pasando y no podía atajarlo, no era soplarle al jocoque en sentido contrario. Sólo que ahora injustamente se estaba calmando.
Dicho esto se colocó el sombrero, la vieja gabardina rayada y desgarrada, los zapatos relucientes de humo y polvo y salió al encuentro de sí mismo. Entendió que la vida a veces es el arte de la autodestrucción. Y que al final de cuentas todo era lo mismo. Así que dejaría que el último tiempo, ese que otros llamaban viento, lo llevara.
Desde el dintel de la puerta volvió a observar hacia dentro de su casa para ver lo que se iba a quedar, mientras él se alistaba para irse, qué bueno que no tenía perro, y fue desapareciendo, hasta que sólo quedó el puro recuerdo del abuelo.
HASTA PRONTO.