Qué lejos se ven ahora los tiempos dorados del Club Campestre de Victoria, cuando en sus salones y jardines se definía el rumbo de la política tamaulipeca y se cerraban los negocios más jugosos.
La crisis lo alcanzó, y hoy por más que sus directivos se esfuerzan en presumir su cara más glamurosa, saben bien que -igual que tantas otras cosas en la ciudad- puertas adentro las cifras no cuadran, los ingresos no alcanzan.
Razones hay muchas. En primer lugar, sus más prominentes accionistas ya no están en la ciudad. Muchos de ellos se fueron a otros estados persiguiendo emprendimientos que les permitan sostener el nivel de vida que alguna vez tuvieron en su terruño.
Otros están tras las rejas o prófugos de la justicia, porque -hay que decirlo- se sirvieron con la cuchara grande durante más de una década en la que ordeñaron el erario con singular alegría.
Y a los que se quedaron, ya sea por amor al terruño o porque no han encontrado a dónde irse, de plano no les alcanza para pagar las cuotas, ni para emborracharse en el bar que tantas veces los vio celebrar.
Esta combinación de factores arroja un panorama desolador para el Club Campestre, pues tanta malaria ya ha hecho que sus acciones se devalúen, y si antes se ponían sus moños con filtros casi imposibles para admitir nuevos socios que no comprobaran un adecuado pedigrí, hoy están de oferta y no hay más requisitos para entrar que poner el dinero sobre la mesa.
El derecho de admisión está virtualmente desaparecido porque los que antes pagan religiosamente su mensualidad, hoy andan batallando para pagar las colegiaturas de los hijos y hasta la hipoteca de la casa que habitan.
Ni hablar, las cosas en Victoria cambiaron y en lugares como el Campestre, se nota más que nunca.