Ese día el narrador se levantó temprano rascándose la cabeza, apremiado porque no tenía nada que escribir.
Se asomó por la ventana y lo primero que vio fue un perro que pasaba y se interesó en él, trato de escribir, incursionar en su destino, pero el perro al darse cuenta regresó por donde venía, no iba a seguirle el juego a ese escritor fracasado y con falta de recursos literarios.
“Yo, el perro de la esquina, ya soy un perro muy mentado por ese fulano, soy casi inmortal, pero ya me está cayendo gordo.” Pensó el perro.
Y así todas las cosas que fue viendo por su habitación de escritor, aunque no le dijeran nada, sentía como que le decían algo. Y algo es algo, aunque no lo escribiera.
Trató de buscar objetos en el cuarto que le diera sustento alguno para sus cuentos. Pero todo lo había dicho ya. Ahí estaban los implementos, los cuadros colgados de las paredes, la bata de baño y la misma canción, el viento desgarrado por las cortinas, la lámpara de mano, un clavo que clava otro clavo, un Cristo de yeso sin un pie; los había cambiado de lugar, los había movido muchas veces para que tuvieran otra perspectiva, para que dijeron otras cosas.
En este mundo, cursi y ridículo, la escoba se había peleado con el trapeador muchas veces, por ejemplo. El escritor lo escribió con los ojos. El ratón Aristóteles aquí nació, aquí había hecho su vida y se pudrió sin leer la historia que le escribió el escritor, sin saber, sin conocerse a sí mismo.
Las fases de aquellos días hablaban hasta la fecha, pero ahora decían incoherencias como su propietario.
Por eso los recuerdos, que se habían ido muy lejos, regresaron derrotados y tuvo que rehacerlos sobre la marcha, mientras su propia vida lavaba los trastes de la cocina, ensuciaba la ropa y volvía a tener hambre.
El escritor incluso recordaba las tazas, los tenedores doblados, las escaleras de la casa de junto, los pies de la muchacha subiendo sigilosos descalzos, el ruido imperceptible del silencio al quedarse desnudo, los cuchillos que habían tenido filo, los lápices mordidos de niño, los pantalones rabones.
Recordaba el plato que tenía un gallo en medio. Y pensando en las cosas que iba a comprar, las escribía. Aunque nunca las comprara. Pensó si eso le serviría después para escribir sobre la tasa que él quería; hacerle algún texto a la que había visto en un parador de la calle Hidalgo. Los aparadores que eran otras de sus obsesiones.
Tampoco quería caer en las rebuscadas menciones de su “yo”. O en palabras automáticas deliberadas de su inconsciente en un dictado interminable que concluyera en su propia historia, narrada a su conveniencia.
Hay escritores que piensan en un personaje y lo persiguen. Le van dando de comer hasta que muere. Como Murakami, hay escritores cuyos personajes siempre tienen un problema físico que los hace diferentes siendo iguales. Aunque aquí haya muchos iguales que no son lo mismo.
El cuento es un extraño presentimiento. Si tan sólo se pudiese describir la sensación de los personajes que van saltando al abismo. Los que se ocultan callados.
Quien escribe se omite inútilmente. Los personajes buscan destacar y por lo pronto sobrevivir entre los dedos nerviosos. Van por un poco de agua y se sientan un rato a esperar a que alguien hable. Pero no lavan los trastes.
HASTA PRONTO.