Resguardados en la comodidad de San Lázaro, los diputados federales de Tamaulipas han caído en una suerte de intrascendencia que los ha vuelto poca cosa en el panorama político del estado.
A pesar de eso, y de que con dificultades sus electores podrían recordar el nombre del legislador que representa a su distrito, son muchos los que desde ahora ya hacen cálculos políticos para brincar a otra posición o para asegurar tres años más cobrando su dieta más los jugosos “apoyos” que reciben para realizar su tarea.
Su papel y su nivel de influencia ha venido a menos por varias razones: En primer lugar dejaron de ser gestores eficientes de recursos para los estados, pero además, perdieron la posibilidad de suministrar recursos a través del famosísimo fondo de los “moches”.
Hasta la legislatura anterior, los diputados llegaron a tener a su disposición hasta 30 millones de pesos cada uno para inyectarlos, a discreción, en proyectos de infraestructura en sus distritos. Era un secreto a voces que a cambio de elegir tal o cual obra, cobraban abultadas comisiones.
El punto es que desde hace dos años, con moches o sin moches, los diputados federales perdieron ese margen de maniobra y con ello, claro está, influencia política.
Por otro lado, basta echar un vistazo a la lista de los tamaulipecos para darse cuenta de que casi ninguno se ha distinguido por su labor parlamentaria; hay algunos que no se les conoce ni la voz y ya se les fueron casi dos años, agazapados en su curul, presionando un botón.
Aparte de la evidente falta de talento, esto se debe a que la gran mayoría tomó su paso por San Lázaro como un peldaño más en su carrera política, sin el menor compromiso por el quehacer legislativo.
Ya lo verá en los próximos meses: volverán a los reflectores para opinar del primer tema polémico que aparezca en la agenda, reactivarán sus cuentas de redes sociales, y finalmente dejarán el traje y volverán a las calles para pedir su voto.