Las escenas comienzan a ser
apocalípticas en Europa. Por
segunda vez en pocos minutos
una brigada de empleados vestidos
con atuendos que hacen pensar
en Chernobyl, esparcen un líquido
gaseoso en la terminal de ferrocarril
de Liege, Bélgica. Una vez a
bordo del tren, el vagón del café
bar informa que solo pueden servir
agua, para evitar riesgos de contaminación.
La ciudad que dejamos
más atrás, Maastrich no solo había
anunciado la suspensión de clases
y toda reunión cívica, cultural o religiosa,
muchos de los restaurantes
comunicaban que cerrarían en los
siguientes días. Pero la verdadera
sensación de orfandad provino del
correo que golpeó mi email un día
antes cuando estábamos a punto
de partir a Dusseldorf: el Hotel
Feliz, porque tal era el nombre del
desdichado establecimiento, había
cancelado unilateralmente nuestra
reservación.
Me encontraba al inicio de un tour
por Alemania que llevaría a presentar
en aquel país mis novelas Milena y
Corruptores, traducidas y publicadas
por la editorial Elstersalis. La idea era
una serie de eventos que comenzarían
en la feria del libro de Leipzig y
continuarían en Berlín, Hamburgo,
Munich y Berna en un recorrido que
tomaría poco menos de un mes.
Bueno, eso era antes del coronavirus.
Nunca llegué a Alemania. El terror a
la pandemia cambió de la noche a la
mañana los planes de buena parte
de la población europea y dejó a este
ex entusiasmado autor mexicano
varado en una estación de tren sin
destino aparente y, por lo menos
hasta la fecha de regreso del avión
a México, sin oficio ni beneficio.
Viajes, reservaciones y presentaciones
habían sido fulminantemente
canceladas.
Tampoco es que pudiera quejarme.
La crisis simplemente me convertía
en un turista improvisado; a los
que me rodean en cambio les están
sucediendo cosas peores. Comercios
cerrados, empleos perdidos, clases
suspendidas, planes de vida severamente
trastocados, viajes interrumpidos.
No es que la gente deje de ir a
los cines, a las tiendas, a los clubes, a
los estadios, antros o iglesias; es que
simplemente están cerrados todos
los recintos destinados a socializar,
divertirse o fraternizar; para pecar o
para arrepentirse después de haber
pecado. Las autoridades desean que
la gente simple y llanamente se recluya.
Como en los peores días de la dictadura
stalinista toda reunión de más
de cuatro personas es considerada
un peligro para la sociedad, aunque
ahora lo sea por motivos de salud.
Algo de esto había comenzado
a suceder en México en los últimos
días, pero con una diferencia notable.
Alemanes, belgas y holandeses
con los que he podido conversar
aceptan las draconianas medidas
con resignación disciplinada;
lamentan las consecuencias, por supuesto,
pero no cuestionan y mucho
menos incriminan al funcionario
que se ve obligado a tomarlas. Quizá
se trate de pueblos que han pasado
por tragedias tan traumatizantes
que están acostumbrados al sacrificio
colectivo, comunidades que
asumen sin necesidad de encontrar
a alguien con quien desquitarse
que las calamidades existen y que
la mejor manera de afrontarlas es
que cada cual haga la parte que le
corresponde.
En México existen solidaridades,
desde luego, pero parecen restringirse
al ámbito del barrio o de la red familiar.
La confianza en el colectivo es difusa,
salvo en momentos coyunturales
o circunstancias efímeras. En medio
de un temblor hemos visto escenas
heroicas que dignifican la generosidad
del mexicano. El problema es el
día siguiente, normalmente marcado
por la desconfianza, la incredulidad,
el escepticismo y el sálvese como
pueda.
La tragedia en nuestro país va
acompañada de la compulsión por
encontrar a un responsable. Seguramente
el virus es más letal e hizo
más estragos por la negligencia de
un imbécil, la incapacidad de cualquiera
que parezca tener un ápice de
responsabilidad. En estos países no
he encontrado críticas a las autoridades
responsables, más allá de alguna
observación sobre si tal o cual medida
fue tomada con mayor o menor
prestancia. Pero una vez anunciados,
los protocolos se siguen puntual y
disciplinadamente.
Supongo que la tragedia que nos
abruma es más fácil de sobrellevar
con el descargo liberador que supone
culpar a un chivo expiatorio, llámase
Claudia Sheinbaum, Andrés Manuel
López Obrador, Manuel Bartlett o por
qué no, Robben quien fingió el penalti
con el que nos eliminó Holanda
en el Mundial de 2014. Cualquier
cosa antes que aceptar que tenemos
que sufrir padecimientos y sacrificios
porque alguien nos los pide en
nombre de todos. Siempre será más
fácil crucificar al mensajero de las
malas noticias, así sean para prevenirnos
de males mayores. Espero que
los mexicanos estemos a la altura de
la crisis que se nos viene encima, a
condición, claro, de que podamos
superar rencores, golpes de pecho y
dedos flamígeros. Una pandemia es
ya un flagelo demasiado terrible para
que además la convirtamos en una
epidemia de odio.
@jorgezepedap