Siempre he sabido lo difícil que es franquear una puerta. De niño el portón de la casa era gigantesco. Sé que por una suerte de magia esos portones gigantescos van haciéndose pequeños conforme el que los mira crece.
Era lindo pensarse del otro lado ya en la banqueta y si nadie más que lo viera a uno. Estaba afuera. Estaba en el otro lado. Atrás había dejado la puerta de la infancia, pero seguía siendo un niño nostálgico que veía con disimulo la puerta franqueada.
Y todo eso sólo para encontrar otra puerta más gigantesca, la pelota de agua y hule a mitad de calle, la misma gente, la soledad aquella, el perro negro, la mano sin piedras y ya grande, y un sapo espantoso e inolvidable en un agujero lleno de agua.
Las puertas son el performanse de nuestra conciencia. Una boca grande por donde entran y salen las palabras caminando. Las pestañas se cierran de modo generalizado como dos puertas y no hay una persona en el planeta que no sepa hacerlo. Alguien cierra la puerta de los cuartos para que todos duerman, se apagan las velas, se detiene el sonido que pasa asomándose por las rendijas con el último vendedor de troles.
Cruza la puerta, pasa, anda, adelante, está abierto, empuja. Alguien abre la puerta de una patada y hay uno que escucha adentro. Dos que llegaron se escondieron atrás de la puerta. Otros dos que pasaron corriendo vieron lo que había adentro con la puerta abierta.
Las puertas cuentan la historia. Por las aldabas que tuvo pasó el disimulo, abrió con discreción, se escuchó un chirrido, se despertó el patrón, corrió el mozo, corrieron todos asustados cuando la puerta se abrió de par en par y entró el eco. Entró su miedo como un virus.
Dicen que hay una hora en que todas las puertas se cierran. Cada puerta escogió la hora de su conveniencia ligeramente entreabierta. Cada una no se cerró del todo para no dejar de ser puerta. Dejó una rendija por donde entra el aire un orificio de pistilo por donde se asoman los curiosos a ver el mundo. Una playa imaginada una vez que salen todos de esa casa.
Cierren la puerta que nadie entre, pero ya entraron todos. La puerta se quiebra, se dobla, se fortalece, se comparece se hace útil, perversa y cómplice. Se abre cuando nadie se da cuenta y pasan dos que se besaron sigilosos en el transcurso de la noche.
A una puerta no se le dice ábrete sésamo y ésta se abre, al menos que alguien que esté adentro lo quiera. El de adentro puede oponer fiera resistencia y usted puede empujar la puerta hacia adentro y que ésta sea una puerta que se abre empujando hacia afuera, usted ayuda a cerrarla, usted ignora todo lo que fue de la vida de esa puerta.
No puede estar enfrente, llegar, tocar, atenerse, ser valiente y bajo su propio riesgo pasar, ver lo que hay adentro. Cuando se sale siempre salimos con algo de lo que había dentro y la puerta es un espacio que nos revisa la bolsa. La mayor parte es más lo que dejamos. Cerramos la puerta y nos quedamos adentro.
Llegué a casa y olvidé la llave adentro, traje a un cerrajero y en un momento lo consigue, ya está abierto, fue tan fácil. Es tan fácil como estirar una mano, darle la vuelta a una llave o con una pequeña ganzúa aflojar algún resorte, empujar, tal vez está abierto, recargarse en ella, tocar dos o tres veces, sentarse a la puerta a esperar a quién esté por llegar o a que nos abran. Pero ya está abierta y es cuando me doy cuenta que me equivoqué de puerta, y esta no es mi casa. Yo ni casa tengo.
HASTA PRONTO.