Ante la prohibición de salir,
el hombre quiso salir a
la calle. Se asomó a la
puerta como si fuese la primera
vez que se asomaba con la boca
reseca, sin saber por qué, pues
acababa de beber agua.
Se asomó como otras veces se
había asomado para sorprender
a la luna, pero era de día, y no le
importó esa idea tan absurda.
Estaba bien seguro que en ese
momento acababan de pasar unos
pensamientos que ahora no recordó
y trataba de recordarlos, dejarlos
muy claros para evitar se volvieran
como las mentiras, de esas que luego
contaba a sus amigos. Esta vez
papel y lápiz en mano, escribiría
lo que veía y lo que se le ocurriera.
Ocurrencias, como dijo Octavio Paz
que el maestro Monsiváis escribía.
Sin embargo ya quisiera. No se le
ocurrió nada. Pura cosa neta alegórica,
según él, como los realistas
mágicos.
Volteó con parsinomia a ver la
calle. A su izquierda sintió cómo
la calle se le iba en un abismo.
No había gente que le detuviera
los ojos, ni una muchacha bonita
de esas que lo hacían viajar muy
lejos.
Hasta que el hombre dio
cuenta que no estaba viendo nada
y que la vista convertida en un
pensamiento absurdo, ni siquiera
era un pensamiento, era una
raya en el cerebro. Había sido un
flashazo, de esos que pasado el
tiempo son confusos recuerdos.
Sintió el aire fresco en los ojos
en ese momento y parpadeó para
enjuagar la existencia, voltear
hacia otro lado tratando de comenzar
de nuevo esa mirada y de
creer lo que estaba viendo.
No había nadie en la calle, tal
como andaban diciendo. Hacía
días que había escuchado por la
radio la solicitud de que nadie saliera
de sus casas. Lo había leído
en la prensa, lo compartió en el
facebook. Lo encontró también
en el Twitter.
Al no ver a nadie quería que
alguien le hablara, que se le
quedaran viendo gacho como si
fuera un espejo, pero otra vez no
había nadie. Chinchero. Él, tan
tímido, capaz que si hubiese visto
a alguien se esconde.
Recordó que hace rato no
pasaba ningún carro, pero como
siempre, la mente lo engañaba,
no había pasado ninguno. Quiso
recordar cuál fue el último que
vio y se acordó de un carrito pequeño
que había tenido de niño
con su redilas de madera y su
cabina de lámina verde. Imaginó
que lo llevaba manejando y daba
vueltas en la primera esquina,
donde hubiera una tienda con
sus anuncios de refresco, cigarros
Alas y cáscaras de cacahuete en
el suelo, ya que no había aire que
las arrastrara.
Regresó de aquel pueblecito
de la infancia donde había vivido
y volvió a ver la calle de niebla
desde la puerta donde estaba su
realidad. Comenzó un bochorno
que anunciaba la lluvia para más
tarde. Él se pensó en la ventana
viéndola, como si no tuviera otra
cosa qué hacer en casa, mientras
seguía en la puerta.
En eso estaba, tratando de
mover un pie, no sabía cuál de los
dos. Pensó que el pie derecho era
un pie ya muy usado en primer
término y achacó a esa circunstancia
la abolladura que tenía el
zapato. No era una herida cruel,
pues le hacía los mandados al
zapato sonriente.
El pie izquierdo al contrario
era muy rebelde y con él se había
tropezado muchas veces, no
decía cuántas. No las contó. Pensó
que debió haberlas contado para
saber con claridad cuál de los dos
pies iba ganando.
De esa suerte movería el pie
que iba ganando para tratar de
compensar el sufrimiento, la humillación
de ir perdiendo, hecho
que consideraba no muy sano
para el pie izquierdo con todo y
zapato.
Sería muy cauteloso. Cualquier
movimiento podría delatarlo con
los inspectores del aislamiento.
De lejos podrían verlo desde una
torre.
La tentación de volver a pisar
el pavimento le sudaba en los
dedos y le brillaba en los ojos.
“Hey ya estuvo, viejo, no sé qué
haces ahí en la puerta viendo”. Escuchó
desde adentro de uno de los
cuartos, desde un cuerpo cercano.
Tenía opción de salir corriendo o
quedarse atrapado en aquella voz
que le hablaba.
Y fue cuando lo ví pasar corriendo
como alma que lleva el diablo,
sin ver nada, en los zapatos negros
desabrochados rumbo a la tienda…
Al rato lo ví pasar de regreso.
HASTA PRONTO.