Nada hay más importante
que la vida. Y en ocasiones
preservarla puede tener un
alto costo. Lo tenemos que pagar,
en esta emergencia sanitaria,
con incomodidad, aburrimiento,
angustia, depresión y el abandono
de rutinas en las que nos sentíamos
seguros. También tendrá un costo
económico y en bienestar.
Ante la disyuntiva de la
humanidad, los gobiernos de todo
el planeta han optado por la vida.
Aquí en México estamos empezando
a encarar el costo inmediato,
el del abandono de la rutina y
la comodidad, con sus secuelas
emocionales. Mejor eso que aceptar
la pérdida de muchas más vidas, y la
posible incapacidad por las huellas
que deja la enfermedad en los
pulmones.
El siguiente costo, muy alto
también, ocurre en la economía. La
pandemia se traduce en pérdida de
ocupaciones, sobre todo entre la
población sin contratos formales de
trabajo, aquellos que viven al día y
que cuando no trabajan no comen.
También trae el riesgo de destrucción
de empresas y empleos formales.
La crisis es inevitable y en México
la previsión es que este año bajará
la producción. Solo que no está
definido, cómo, que tanto y de qué
manera, porque al igual que frente a
la infección, lo que hagamos modifica
las respuestas. Es muy distinto no
hacer nada, que ejercer acciones
decididas sustentadas en una fuerte
cohesión social. Lo demanda el
enfrentamiento a la enfermedad y lo
demanda la lucha contra la crisis.
Lo primero es el diagnóstico.
La crisis se origina en una fuerte
caída de la demanda que hace que
la producción de automóviles, de
petróleo, de carne y también los tacos
de banqueta no tengan clientes. Cierto
que en algunos sectores la pérdida
de clientes es una decisión sanitaria,
como cerrar los cines, teatros, lugares
de culto e industrias no esenciales.
El gran problema es que la
reducción de ingresos es un mal que
se ramifica y se extiende. Cuando se
reduce el poder de compra, bajan las
ventas y se pierden más empleos, o
se reduce el ingreso de más gentes.
Es decir que se genera una espiral
negativa, a la baja cada vez peor
de ingresos y compras que a su vez
hacen quebrar a más empresas y
reducen más el empleo y los ingresos.
La insuficiencia de la demanda
era ya el gran problema de la
globalización y se asociaba a un bajo
dinamismo de la economía. Se debe
a décadas de avance tecnológico y
crecimiento de la productividad sin
que se dieran incrementos salariales
y de ingresos que pudieran absorber
una oferta creciente de productos. La
brecha entre mayor oferta y rezago
de la demanda se cubrió durante
décadas con una mala solución;
prestar, es decir endeudar a los
gobiernos, a las clases medias y a los
consumidores en general.
Este contexto de baja demanda,
o exceso de producción, como lo
queramos ver, no era propicio a la
inversión.
La pandemia ha empeorado la que
ya era una mala situación. Con las
medidas sanitarias, necesarias para
salvar vidas y ahorrar sufrimientos, se
reduce la demanda, caen las ventas y
se desincentiva la inversión.
Para enfrentar la crisis inevitable,
para amortiguarla en lo posible y más
tarde para salir de ella, la respuesta no
estará en el impulso a la inversión. En
un contexto de excesos de producto
y baja demanda no habrá manera en
que haya suficiente inversión para
generar empleos, ingresos y demanda
de insumos que también generen
empleos e ingresos.
Lo fundamental es preservar los
empleos e ingresos existentes para
que cuando salgamos del encierro
pueda recuperarse la economía.
Porque en esta crisis lo que permitirá
reactivar a las empresas es que haya
demanda.
La demanda se convertirá en el
suero que salva la economía y por
ello debemos en lo posible procurar
que se canalice hacia la producción
mayormente generadora de empleos
y, al mismo tiempo, asociada al
consumo mayoritario y al bienestar
de la población.
Esa debe ser la función de las
transferencias sociales. En el pasado
y hasta muy recientemente las
transferencias, es decir el pago a
personas de la tercera edad, a otros
grupos vulnerables, las becas y otros
mecanismos similares reorientaron la
demanda familiar hacia los grandes
canales de comercialización y la
gran producción. Cierto que esas
transferencias a grupos vulnerables
han sido positivas en términos de
bienestar; pero no podemos dejar
de ver que provocaron el abandono
del consumo de bienes y servicios
de la micro y pequeña producción
tradicional; la mayor generadora de
empleo.
Hay que modificar el rumbo y el
mecanismo. Hasta las transferencias
sociales vía tarjetas electrónicas han
beneficiado a los grandes centros
comerciales.
Ahora que el sector informal,
la micro y pequeña industria, los
talleres de barrio y toda la producción
convencional, no globalizada,
enfrentan graves problemas de
supervivencia, hay que canalizar
hacia ellos la demanda salvadora
de las transferencias sociales y el
consumo popular.
Preservar estos sectores en los que
viven y trabajan la mayor parte de
los mexicanos es estratégico para la
supervivencia nacional y la paz social.
Es la ruta de la transformación hacia
la equidad y el bienestar.