La pandemia cambiará la forma
en que nos relacionamos con
el cuerpo, con el nuestro y
con el de los otros, dice el filosofo
camerunés Achille Mbembe. Y es
que “nuestro cuerpo se ha convertido
en una amenaza para nosotros
mismos”. Basta ver la manera en que
nos apartamos en la acera ante la
proximidad del otro o el efecto nuclear
que tiene un estornudo entre la
gente que hace cola en la caja registradora
de un supermercado, con o
sin Susana Distancia de por medio.
Y de sexo, mejor ni hablamos. Como
van las cosas compartir el lecho, para
cualquiera que no viva con su pareja,
va a requerir un previo intercambio de
documentos sanitarios. O quizá como el
buen Gabo lo había predicho, quererse
en tiempos post cólera exigirá del acto
romántico supremo: arriesgar la vida
por amor. Demasiada exigencia para un
simple cachondeo.
De acuerdo, es demasiado pronto
para cuestionarnos cómo será la vida
amorosa después del Covid-19, asumiendo
que cualquiera que se lo pregunte se
encuentre entre los supervivientes. Antes
de imaginar la etiqueta del cortejo y el
apareamiento en el futuro de los seres
humanos, habría que preocuparse de
cómo quedaremos frente a la más pedestre
tarea de pagar las facturas y poner
comida sobre la mesa.
Se ha dicho hasta el cansancio
que esta pandemia es la primera en
la historia de la humanidad que es
verdaderamente planetaria en tiempo
real. En apenas tres meses el maldito
bicho cambió al mundo y puso de
rodillas a los Estados. Pero si bien es
planetaria, la historia nos sucede a
los seres humanos de manera local.
Es decir, la pandemia es global, sin
embargo sus efectos serán más y más
comunitarios a medida que transcurran
las semanas. El mes de junio será
muy distinto para un alemán o un
francés que pasaron su confinamiento
con sueldo íntegro y la empresa
para la que laboran recibirá subsidios
para recuperarse, que para un albañil
mexiquense que se quedó sin trabajo
durante meses o para un hidrocálido
que vio desaparecer el taller de auto
partes para el que trabajaba.
El virus es el mismo, los países y las
clases sociales no lo son. Junio también
será diferente para un dentista de la
clase media alta o la mayoría de los
habitantes de Polanco y Las Lomas,
que para sectores populares que creían
estar llegando a la línea de flotación y
serán arrojados de nuevo a la pobreza
(la CEPAL prevé que 35 millones
de latinoamericanos engrosarán esta
categoría). Con esto no pretendo minimizar,
desde luego, el drama personal
que tendrá la pandemia en muchos
habitante de Berlín o, para el caso, de
la colonia Condesa. Nadie es ajeno a
las calamidades de una peste de esta
magnitud y sus secuelas económicas.
Seguramente habrá sufrimiento y crujir
de dientes, y casos que linden con la
tragedia entre las clases medias altas
y la élite. Pero nada que se compare
con el efecto devastador y masivo que
provocará entre los que tienen nada
para protegerse.
En las películas o novelas distópicas
de final feliz, al amanecer de un nuevo
día los supervivientes salen de sus
escondrijos para ver qué ha quedado,
para reconocer su ciudad y enterarse
qué ha sido de los otros. Nuestra pandemia
en cambio, nos ha condenado a
un confinamiento colectivo. En nuestro
aislamiento estamos más metidos en
las redes sociales, tenemos más intercambio,
así sea virtual, con nuestros
seres queridos, y pasamos más tiempo
informándonos/desinformándonos
que antes. Y no obstante, nos carcome
la incertidumbre. Quizá porque a
diferencia de las películas distópicas
acá no luchamos a brazo partido contra
los zombis sino contra el aburrimiento.
A ratos deseamos creer que esto no es
más que un repentino e inesperado
paréntesis y que tras algunas semanas
y unos pocos contratiempos reanudaremos
la vida “normal”. Pero en otros
momentos, nos preguntamos si habrá
cosas que nunca volverán a ser iguales
y nos hacemos ascuas de la manera en
que nos afectará en lo personal y a cada
uno de los nuestros.
Los politólogos afirman que el
papel del Estado habrá cambiado para
siempre. En un sentido positivo, por la
conciencia en la necesidad de un nuevo
orden mundial capaz de enfrentar de
mejor manera la siguiente tragedia
planetaria porque, está claro, cerrar
fronteras sirvió para un carajo. Por otro
lado, en la creciente vulnerabilidad
de los ciudadanos, particularmente si,
como parece, el intrusivo modelo chino
de vigilancia cibernética se legitima
como el más efectivo ante la crisis. Lo
cierto es que el miedo y la fragilidad de
todos frente a la historia mundial, se
han convertido en la coartada perfecta
para que el Estado nos tome como
rehenes. Mala cosa.
Tampoco deberían quedar igual
los temas relacionados con la salud.
Está claro que un sistema basado en
el mercantilismo de los hospitales o
en la mezquindad de los laboratorios
médicos, quedó exhibido frente a la
crisis. Al menos en eso, los gobiernos
tendrían que asumir un papel más
pro activo y positivo en beneficio del
interés público.
En suma, muchas cosas cambiarán
para bien o para mal y muchas otras
deberían cambiar, si queremos que
la próxima tragedia no sea la última
para muchos seres humanos. Grave
como ha sido esta, nada asegura que
el próximo virus no sea más letal o, de
plano, un exterminador de la especie.