“Una hormiga, una entre todas entra en la hojarasca. Abajo, en la humedad de los microorganismos, en la selva más mínima donde se arrastra el polen del silencio, donde un murmullo es un gigantesco incendio de hojas”
Calladas y en rigurosa formación columna por uno, las hormigas marchan. Con sus coroneles y centinelas que las vigilan y resguardan al mismo tiempo, con sus hormigas espías que se adelantan entre el follaje espeso de la hojarasca, las hormigas trabajan.
Antes de la lluvia las hormigas son una línea que va dibujada en un mapa por las topógrafas profesionales que se adelantaron al sueño de la primavera.
Son muchas, pero se organizan para hacer cada quien su tarea. No hay más ni menos que las necesarias para sobrevivir en la ciudadela. Al parecer nunca nadie se revela, de modo que cada una atiende a los pasos fundamentales que han de darse sin contarlos.
Tampoco se juntan hormigas ignorantes en sitios desconcidos para planear un ataque a las hormigas sabias y asumir el poder. No van pensando en eso. Tienen mucho trabajo antes de llegar al límite de su esfuerzo.
Para el corpulento cuerpo del pestilente ser humano, gigantesco, pudiente y envilecido, en muy fácil aplastarlas con el zapato. Así es siempre. Las pisamos con cuidado de que sea la que nos picó, y ahora, acorralada, mueve sus antenas para escuchar la voz del que le habla.
Ojalá pudiésemos sacar una copia fotostática del código de comportamiento de las hormigas, su razón de ser y sus motivaciones para andar siempre activas, para no frustrarse con nuestra presencia siempre beligerante, siempre dispuestos a asesinarlas, a exterminarlas con pesticidas, con agua caliente, con aceite, hirviendo, con gasolina, echándoles humó en sus catacumbas interminables.
El secreto no es muy difícil de comprender si nos basamos en la frase muy sencilla de los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, todas para una y una para todas, en la solvencia de repartir parejo, en la distribución equitativa del trabajo y de la riqueza.
Cuando mira uno las hormigas, comprende que la vida está basada en ese espacio que cada uno necesita en la justicia, que te otorga el derecho de habitar el breve espacio que queda donde no cabe otra en el agua. Que siendo de todos no se desparrama en la orilla de la vida cuando son atacadas. Y un día en el spa, bonitas y ricas vuelven a juntarse donde nadie sabe.
A los pocos días se vuelve a saber de ellas en un cumpleaños, cerca del pastel, en el lonche del pic nic sobre la barra de pan Bimbo.
Pero hoy más que nunca ante la ausencia del hombre por las calles y a las afueras de los vecindarios, han puesto sitios de recreo donde juegan más allá de sus necesidades. Como otros animales en tiempos de Coronavirus, asumen espacios que el hombre les ha quitado, desbordan las ventanas, las cáscaras del árbol, se filtran entre el pasto y hacen columpios en una pequeña rama.
Son felices más que nunca, no saben que el hombre después de que sobreviva a su negligencia, volvera a alzar su lanza contra ellas. Nada más de gratis, sin necesidad de ninguna sobrevivencia.
Una hormiga, una entre todas entra en la hojarasca. Abajo, en la humedad de los microorganismos, en la selva más mínima donde se arrastra el polen del silencio, donde un murmullo es un gigantesco incendio de hojas.
Atrapada así, la hormiga construye su pequeño mundo imaginario. Amanecer es tan lindo como pertenecer al mundo de un pequeño jardín. Solamente es ese ligero andar de cuatro patas en fila India tentando al destino, es un hilo delgado, una procesión de avispa sin alas, una cuerda roja que se mueve en el aire, abajo entre la quebradiza hojarasca.
Los insectos tienen un lenguaje que nadie escucha Y son como el resto con su dolores y sus quebrantos ignorados.
La hormiga trabaja incansablemente, la vemos pasar, la vemos atrapada, pisada, ahogándose y no hay quién vaya por ella. Luego alguien la rescata. Un ser anónimo, una hormiga de todas, cuando no ella misma sale del bote de agua helada, cruza la pared húmeda, se mete entre las rendijas de la barda, va a otros patios y vuelve a su montículo de tierra, a su casa hollada entre el polvo del humus y el arroz sembrado.
Un polen deja caer su dulce sobre las pequeñas hormigas que juegan en los patios inconmensurables de la infancia, las hormigas también son pequeñas, también crecen y quiero pensar que van a la escuela, compran cuadernos cuando pueden y se aprendan algunas cosas de memoria, luego la recitan en los recreos, en los recreos salvajes de los homenajes a la bandera.
Ahora todas toman distancia, todas guardan su delegado misterio. Nadie sabe lo que pasa, ni la hormiga más grande ni el zángano, ni la reina.
Hay un espejo cóncavo que las hace ver más grandes y hay otro convexo qué las distorsiona. Ya no son las mismas hormigas. Se volvieron monstruosidades, sombras ajadas y obedientes, como muertas, sólo son útiles deliberadamente útiles si no son inransigentes a la mirada.
Si pasa el aire, se las lleva como pasan los árboles cuando uno viaja. Si pasa como un viaje la vida por ellas, se las lleva como la alborada, como todos los días, como nosotros cuando pasamos, cuando caminamos y vamos por el mismo rumbo que ellas.
Entonces ahí, dese ese sitio de la selva Lacandona, la hormiga se dirige a todas, y siendo única, irreverente y necia, equivocada acaso, lanza su arenga revolucionaria con la cual anuncia el origen de los demás hormigueros.
HASTA PRONTO.