Llevar a cabo una transformación profunda de México exige de una profunda convicción democrática; concitar a las mejores mentes y a las más férreas voluntades para lograr la construcción de un país generoso, donde todas las personas tengan cabida y donde el respeto a las diferencias sea la constante y norma de la vida pública nacional.
Un país tan agraviado por la pobreza, por la violencia, por la desigualdad; sembrado de fosas clandestinas, no es un territorio en el que quepa más confrontación; un país en el que la narrativa del poder reduzca todo a la lógica de los buenos y los malos; los leales y los traidores…
Y en ello se encuentra uno de los mayores obstáculos que ha bloqueado la posibilidad de dialogar, entre quienes compartimos el propósito de justicia, pero no la visión de gobierno y política pública, y la presente administración; y es que entre la mayoría de quienes acompañan el proyecto de gobierno del licenciado López Obrador se ha impuesto la idea de que la construcción de mayorías no es necesaria, porque la mayoría electoral votó por su proyecto en las urnas.
Pero esa visión incurre en un error conceptual: en democracia, la mayoría no puede entenderse sólo como el criterio del número, sino atendiendo a la conciliación de las visiones propias del pluralismo democrático. En ese sentido, la narrativa presidencial se ha puesto en contra de uno de los principios básicos de la vida en democracia.
Desde esta perspectiva, es cierto que el Presidente requiere de la lealtad y de la disciplina más férrea al interior en su equipo de trabajo; pero eso no debería implicar la negación, rechazo o incluso agresión a quienes no pensamos como ellos.
Preocupa la posición expresada por el Presidente de la República relativa a que, en la administración pública, quien no esté de acuerdo con los objetivos y visión de su administración debería renunciar; porque eso implica una noción patrimonialista de la administración pública.
Debe subrayarse que el proyecto que hoy gobierna se define a sí mismo como un movimiento progresista de izquierda; pero el Presidente no puede desconocer que ni todo el espectro de lo que podría denominarse como “de izquierda” respalda total o incondicionalmente su proyecto; pero que tampoco todo lo que él denomina como “la derecha política” está necesariamente en su contra, como ocurre con las comunidades evangélicas que le respaldan y con las que incluso construyó alianzas político-electorales.
Separar al país en “liberales y conservadores”, y segmentarlo, en consecuencia, entre los primeros en apoyo al Presidente y los segundos en su contra, podrá ser de suma utilidad para la disputa electoral de 2021, pero profundamente perjudicial para el país; porque México no se reduce, ni de lejos, a una configuración política tan estrecha y por momentos maniquea.
Otro punto que genera preocupación es vinculado a lo anterior, la posibilidad de que el Presidente auténticamente asume que, quien no piensa como él, es, por definición, su adversario; y que la forma de relación que debe establecer con esas personas es la de la descalificación o incluso el insulto; porque así puede consolidar su proyecto —tiene el poder—, pero lo hará a espaldas de la posibilidad de que su propuesta sea, además de comprometida con los pobres, auténticamente democrática.
Construir un diálogo con el jefe del Estado requiere, sobre todas las cosas, que él mismo tenga y manifieste la voluntad de dialogar con los otros; de abrirse a la escucha de quienes, con legítima motivación, queremos un país igualitario y donde se cumplan a cabalidad los derechos humanos de manera universal.
El Presidente tiene la posibilidad, pero también la responsabilidad histórica y constitucional, de construir mayorías, más allá de la aritmética electoral; no puede agredir más a los movimientos feministas; a las organizaciones de la sociedad civil y comunitarias que han encabezado luchas históricas; ni a las y los académicos que, con base en la construcción de saberes, buscan contribuir a la reflexión y la comprensión de la realidad, pero también a su transformación en aras de una mejor sociedad.
Urge dialogar con el jefe del Estado, pero se requiere que él lo quiera.