La ciudad tiene un lenguaje comprensible, baste poner atención para escuchar sus latidos incansables. La ciudad nos habla y volteamos a verla en las esquinas, a media cuadra de nuestros ojos cuadrados y sorprendidos.
Cada ciudadano tiene su ciudad que es la de todos porque comparte los espejos, las banquetas y los pavimentos. Cada ciudadano tiene un propósito y trabaja para eso, la ciudad lo ve venir, doblar varillas, vaciar cemento, comer reír, entristecerse y dormir según se acueste.
La ciudad crece y se nos va de las manos que la hicieron, se vuelve un refugio de actos y espectadores, una alacena contigua al mercado Argüelles, un racimo de uvas para diciembre, una semilla de chía que cura todos los males.
En un libro de primaria anotamos el nombre de la ciudad para que no se borre. La ciudad con su nombre de pila, sus viejos nombres, sus apodos y otredades.
Cuando la ciudad calla es que come, trabaja, se esconde o está durmiendo en la banca de una Plaza solitaria.
Pero la ciudad era más que los coches en los semáforos, más que los postes de luz y los cables. La gente acude en bicicleta por eso y camina o corre por los Boulevares, quieren ver qué dicen ahora los árboles, dónde irán los papeles que ruedan por el suelo como los recuerdos de la vida antes del Coronavirus.
Con sus costumbres, sus viejos emblemáticos la voz tirada como un precipicio, la sonrisa sin límite de tiempo, antes de ir o venir a cualquier parte, antes de hacer algo como un monumento que justifique sus apellidos, la ciudad es el libro donde escribimos todos y todos somos sus infaustos lectores y testigos.
Hay calles todavía soñadas en las colonias, caminos por donde incipiente pasa la gente, corren los niños y la calle que se alarga comienza a ser parte de los juegos. Hay piedras y un montón de perros callejeros, por si no me lo preguntan, de ahí vengo.
Cuando algo pasa, la ciudad está rara. Hay un silencio que no habla y otro que grita. El caos hace que las mariposas se dispersen y que antes de llover lleguen a sus casas.
En el silencio de los inocentes, alguien agujeró la pared para hacer otra, se escucha el ruido de una tabla así cómo se escucha el vuelo de las mariposas amarillas.
La ciudad, esa canción única que todos cantan según la moda. En cada camisa de hombre lleva una historia, en cada falda levantada por el viento. En la lluvia tenaz de esta temporada la ciudad nos habla. Nos habla para que volteemos a verla cuando está triste, olvidada, ignorada por nuestras palabras.
Fue pronto que hicimos una casa, llegamos a este edificio de cristalería, hicimos una escuela enfrente de la plaza para que todos pasaran, en la otra esquina hay una iglesia y claro la presidencia, el alcalde, el gobierno, la burocracia metida de lado a lado de la puerta, en las tiendas de ropa, en la propia casa. Los niños todo el tiempo corriendo en los patios propios y ajenos. La ciudad tampoco pudo dejar de ser, hemos hecho lo que hemos querido con ella.
A lo lejos se escucha una sirena contratada ya para este momento del texto, un disco rayado en el recuerdo de los viejos, se escucha el motor de una moto, atrás viaja una muchacha, luego la tarde. La tarde oscurece en un lindo cuadro de Rembrandt.
HASTA PRONTO.