“La ciudad bebió agua, hubo gente corriendo al principio, después pasaron los mojados resignados, con su ropa colgada de su cuerpo como de un gran árbol”
Primero fue un estruendo que iluminó el cielo y acalló el silencio de las calles nocturnas. Luego se fue la luz y miles de soldados llegaron en sus paracaídas y marcharon uniformes en el suelo patrio de los patios propios y ajenos. Era un ruidazo, un golpeteo inmenso en los techos de láminas de segunda mano. Lo invadieron todo. Era el agua, el viento, la guerra de la lluvia.
La ciudad bebió agua, hubo gente corriendo al principio, después pasaron los mojados resignados, con su ropa colgada de su cuerpo como de un gran árbol.
La lluvia es el mar que viene a vernos. Nos encontró despiertos en las alas del trueno, sin playas sobre los techos. Espantó a los gatos que huyeron a dónde había otros gatos curiosos mirándose en un espejo cóncavo.
Vi a quienes se cubrieron en las marquesinas. Vi al elotero de la esquina vender su último trole, lo escuché decir algo entendible antes de irse para siempre. Vi también los elotes en los dientes de los últimos clientes de aquella noche sin luces.
Por si no había dónde beber, ahí estaba la lluvia exagerada, intermitente o aferrada. Por si no había donde llorar, ahí estaba la lluvia para encubrir el llanto de todos nosotros, tratando de sonreír a pesar de todo. O sonriendo como siempre que llueve.
La lluvia recuerda los diluvios universales y los muy personales. Las arcas en las que se sale a flote sin escafandra. Los patios anegados para los patos. Los barquitos de hoja de máquina, los maromeros saliendo a respirar antes de encender los motores como helicópteros, volverse zancudos del rumbo.
Cuando llueve, no falta quien diga que está lloviendo. Y entonces el torrente cambia el oficio de las personas y el tema de las conversaciones. En estas fechas y por septiembre a Victoria le da por llover todas las tardes. Dice la gente.
La rutina es saber si todos estamos bien a bordo. Pero el barco filtra por abajo, por arriba y por los lados. Por las bardas húmedas, los caracoles trepan, resbalan en su pequeño yate de arena y calcio.
La tierra hizo lo propio. En arroyuelos chicos construyó un dique para las hormigas, hizo lodo para moldear las huellas, orificios para las catacumbas donde descansa la hormiga reina. Hizo los charcos dónde pisan los niños con sus tenis nuevos.
Se va a inundar el fovissste y no se inunda, por si las dudas, de tantas veces dicha, la lluvia hizo carros anfibios, llantas con antibióticos, motores fuera de borda. Los carros flotan y tornan a su cicatriz de calle hendida por el paso de una constructora remota.
No falta la clásica foto del eje vial, con sus motos acuáticas y sus «memes» al final de un arcoiris. O en la proa del Titanic, que puede ser una mujer y un hombre rifandose la vida en una bicicleta balona.
La gente suavemente espera a que escampe la lluvia y todo cambie, como si alguien hubiese lavado las calles o estuvieras estrenando sus lentes de miope. La luz aún no vuelve y comienza la leyenda de cuando aún no había gente. Solo agua en un recipiente de peltre.
Hay tiempos en los que no llueve y esa ausencia reseca los tanques de 200 litros, y la memoria de la garganta es una voz seca con arena del Sahara.
Esta vez llueve y no se quiere quitar. La lluvia infinita hace que salgan los tíos y corten el agua con un machete. Y ya está.
HASTA PRONTO.