El cine Avenida fue una etapa en sí misma. La ciudad está llena de estos recursos de la memoria que amplían la vida cotidiana, la completan por si faltara.
Algunas parejas recordarán haber llegado de la mano por la calle Allende al 17, donde estaba el cine. O llegar por el 17, la alameda completamente verde. Pasa uno por ahí y puede admirar este notable edificio con connotaciones art deco.
Desde su cierre definitivo, ocurrido hace décadas, el cine conserva el esplendor, acaso empolvado, de los últimos días de estrenos. Por los vidrios que se hicieron añicos en las ventanas, se ve el tiempo detenido en ese gran vacío de concreto.
Por años ahí estuvo la confitería, el empleado de gorra, la luz completamente blanca, después la penumbra. Y una alfombra roja, recta, te llevaba hacia las primeras butacas frente a la pantallota.
A este cine le tocó la época romántica del país, el rock and roll y el pelo enlacado, el copete, el vestido floreado de terlenca rabón hasta el enojo
de algún padre o de un novio, el pantalón de gabardina, la chamarra negra, y sin embargo este cine mantuvo la tradición familiar.
Las citas con la novia eran muy furtivas a menos que estuviesen presentes los padres. El permiso era muy oficial y en la ciudad que todavía era un pañuelo todo se sabía.
Cuando la película no lograba llenar el cine, ya por no ser buena o por tener semanas en cartelera, abrían la puerta lateral que todavía conserva el color gris y disimuladamente entraba la gente, cuando ya había iniciado la película, sin pagar boleto.
Una vez adentro, la misma pareja que venía caminando por la calle Hidalgo tal vez se dieron un beso. Un beso de época, muy tímido, si no prohibido en 1960, sí ingenuo e inmaculado hasta cierto punto.
El boletero y quien rompía los boletos parecían haber nacido para eso. Eran muy diligentes.
Uno llegaba a reconocerlos dondequiera que los viera, eran padres de un niño en la escuela, iban a la misma iglesia, se vacunaban en el mismo centro de salud y los podía ver uno en la cola de las tortillas.
En cambio el cácaro era invisible tras bambalinas, desde la oscuridad, cuando se cortaba la película, se le podía decir de todo en una guerra de anonimatos donde todos se conocían.
La competencia era el otro cine grande. El Juárez, que llegó a ser más popular, pues posteriormente y antes de su propio cierre, se proyectaron películas de ficheras y de lucha libre. Hoy el edificio pertenece a la universidad y es usado en eventos académicos, ceremonias de graduación y en obras de teatro.
El Avenida trajo películas de la época de oro del cine mexicano y siempre mantuvo su rasgo familiar, películas a donde podían acudir todos los miembros de una familia.
Ultrajado así, por el tiempo y el abandono, la gente se ha metido al cine por las ventanas. El aire ha metido el polvo por donde hacían fila las personas. La pareja del beso, tal vez pase todavía y se quede viendo.
Como en este tiempo de lluvia echaban aserrín en la entrada luego de lustrar los pisos, desde la entrada olía a palomitas para toda la vida. Ibas con tus padres y no te movías de la butaca, veías a otros niños más libres maromear en la alfombra. A veces nadie veía la película, pues también era ver cómo poco a poco se llenaba y quiénes eran los que iban llegando.
El tiempo recuerda a la señora que atendía la dulcería y a quien atendía el estanquillo que estuvo en el mismo edificio, se podían leer revistas antes de entrar al cine por completo. En lo que llegaba alguien y te acompañaba para este recuerdo, en las paredes veías los posters de las próximas premieres, incluso las carteleras de otros cines.
El edificio se asemeja a un gran buque lleno de pichones.
El techo ha colapsado y el sol entra sin permiso por las rendijas. En las afueras del cine Avenida el tiempo ha pasado. Escribo desde adentro, como si estuviese esperando una película de estreno.
HASTA PRONTO