El zumbido del rotor se abre paso entre la maleza del cabello, planea buscando dónde aterrizar. El mosquito quiere picarme. A mano cambiada finto con la derecha y con la zurda atrapo al mosquito. Abro la mano y no es cierto, ha sido una ilusión óptica, una más, otro de los engaños del cerebro.
Pronto busco dónde poner la mano de matar, aún en el aire. Si tuviera un cuchillo, no sé para qué, pero si lo tuviera en la mano, como en el cine, y también el minúsculo anopheles saliera al frente de batalla y no este mosquito con su guerra de guerrillas cerca de la oreja picando en lugares donde nunca me había rascando. Llevó dos cachetadas a cero.
La tercera es la vencida según dice mi estadística. Tuve una primaria estudiandolos hasta que me gradué de licenciado en eso. Ahora, por algúna extraña razón siento que en lugar de querer matarlos los protejo. En las primeras veces que erré no deje de notar cierto disimulo en la angustia de mi contrincante volátil. Di el manotazo más recio para fingir un coraje ausente. El segundo manotazo ya fue al aire para creerme yo mismo. Uno debería ser serio en estas cosas. Aquí viene la promesa incumplida de que la próxima vez que lo vea lo voy a hacer garras.
Aveces no lo veo, nada más lo escucho y no sé si sea el mismo. Estoy solo en el cuarto esperándolo, dando vueltas, corriendo, di varios saltos para verificar la altura de mis tenis rojos. Entrené un poco, usted sabe, jabs de tanteo y luego golpes de tajo y otros que intenté a propósito de este extraordinario concursante.
Con su sonido omnipresente, todavía después de que me pica no hallo dónde rascarme. Tengo aeropuertos en la espalda para una tarde cerca del río, un lujoso hotel es mi oreja, la que prefiera, hay cupo para todos los mosquitos cuando me quedo dormido.
Culpa del tiempo del Coronavirus es que ahora los entienda más o menos. Están solos y nadie los busca, ellos tienen que ir a buscarlo a uno. A veces corro alrededor del cuarto como si me anduvieran persiguiendo, sólo es prisa, nadie quiere aplastarme.
Si tuviera alas, tendría al valor de abrirme entre la maleza, esperar la hora del manotazo, como se espera la hora de ir a misa o como se espera un cumpleaños con su pastel y todo.
Aprendí que los mosquitos tienen su horario, que así como ellos nos contagian, nosotros también los contagiamos a ellos. Aprendí que esta es una guerra infinita aquí en el cuarto con las ventanas abiertas.
Me estoy moviendo de este lado de la cama desde donde puedo dar el manotazo perfecto, anticipado al brazo. Escuchó el zumbido del motor, pero es una moto. Y a veces creo que es uno solo el que me visita, pero chin, son varios. La batalla es cruel y sanguinaria, ellos ponen la espada y yo la sangre.
La culpa es del tiempo que ahora se tarda en llegar y es lento en lo que doy en el blanco. Hay días buenos que compensan este, lo digo para bajar su nivel de lástima señora, ahora que usted me ve a la intemperie.
Me he puesto un pabellón encima del cobrebocas y hasta del paraguas. Cerré las ventanas, tape los hoyos que había hecho para espiar a quienes pasan. Eché humo de cigarro en las rendijas de la tarde.
Ignoro cómo la vida me trajo a este cuarto de exterminio masivo, yo no nací para esto. Apenas puedo de a uno. Si sólo supieran que he sido alguien, que soy alguien importante en otra parte de la ciudad donde me dicen señor o Don. Yo nací para ser una piedra a la cual no le duelan estas historias.
Ahora, en mi versión de víctima indefensa, busco un refugio, un lugar oscuro en el fondo de las cobijas.
Escucho al zumbido del motor y mis cinco sentidos están alertas. Esta vez apago yo los motores. Siento una manesilla en la mano que mata. Puedo verlo con claridad. No es mi grande y si me pica crecerá hasta enfermar, moría casi de manera instantánea. Pobrecito.
Mido la distancia y doy el tercer manotazo, siento en los dedos su panza, alcanza a soltarse, escapa de la ilusión óptica, y cae sin embargo.
HASTA PRONTO.