Ha llegado el equipo visitante, ha usado estos vestidores, pero soy el propietario del inmueble. Juego de local en esta cancha, pero arriba el contrincante es igual a cualquiera, es igual que yo cuando juego afuera.
Curiosamente hay piedras en el campo, cadillos que se encajan si caes de espalda o de rodillas. Como en los campos llaneros hay piedras por si acaso, piedras que rumban según la fuerza y piedras lentas y pesadas bajo tierra. Sin embargo estamos en el Estadio Olímpico Victoria o debo decir Marte R Gómez.
Juego a mi ritmo a media cancha, mis jugadores como dedos cubren la parte trasera de la casa, el viejo par de patines ignorado y la cubeta descolorida. Aprovechamos para quitar la ropa por si llovía.
Curiosamente es patio pero patio es donde se juega, aquí es una cancha lateral, terreno minado por el poco tiempo de lluvia y el solazo fuerte. Debieron techarlo, hacerle gradas con sonrisas y todo.
Juego de memoria. Aquí se estableció la idea de ciudad y fue creciendo en los cafés, en las tardes formadas entre dos que se vieron a los ojos llorosos. Debo al parpadeo este amanecer pronto al siglo 21, con terrazas húmedas y paisajes silenciosos, intermitentes aficionados que evitan un gol que anuló el árbitro de enfrente. Desde los casinos se escucha el traqueteo, los timbales, las tarolas, el barniz del violín con un estrella en la punta, el delicado aroma de la sopa nostálgica en la cuchara antes de la boca. En los casinos sobre los huacales de tomate de una vieja bodega, el juego de dados cae por lado más amable y la suerte juega un papel extra, sin ojos de tanto manosear las manos en los muebles y pisos donde pierdes.
Hago un cambio en el equipo local y muevo el ajedrez, intento un ofensiva por el ala izquierda donde jugaba “Chon Prieto”, no es un sueño eso de hacer un recuerdo absoluto con el equipo desgarrado por el esfuerzo y su encuentro con el Irapuato. Desde la barra de sol el lepero poeta arroja serpentinas, papel de rollo, víboras vivas. En la cancha han marcado
un penal inexistente, alguien apagó la luz, andan buscando a ese alguien del cuarto, el árbitro pitó el final del encuentro, todos se han ido de nuevo como cuando oscurece y las gradas brillan por los excesos de un virus. El público arremete, pide mi salida del equipo, me imagino haciendo las maletas después del partido, mi par de truzas agujeradas abajo de un cepillo de dientes, una pluma negra acomodada dos veces, abriendo y cerrando el morral para que no falte nada y dejar lo que no suceda, por lo que no quepa como los muebles y el espejo roto. Diría adiós a una ventana con un poco de las casas antiguas escurriendo de agua. El cero a acero hace estragos en la última línea sin portero, sin balón, sin un agujero hecho en el entrenamiento. Los jugadores sudorosos tiran el balón para afuera, piden agua a los 15 minutos y a los 20 piden el cambio de sueños, de tachones, quieren también cambiar el nombre del equipo en el que juegan y flotan.
El arbitro arroja el aire que le quedaba, pero deja muy en claro el final del primer tiempo. Los jugadores hablan entre ellos, el equipo contrario que viene de Guanajuato hace lo mismo, se quejan un poco del terreno de juego. Como si nunca hubiesen jugado en el campo del Ayuntamiento que estuvo en el 23 Allende y Bravo a un lado de Pemex o en el glorioso “Maracaná”, cruzando la vía por la de Conrrado Castillo, a veces la liga de fútbol programaba los segundos tiempos entre el monte. Para el segundo tiempo todos fueron al baño y ha pasado el tiempo, aquí se cumplen aniversarios de esos. Luego el saque inicial es lateral y después hacia el portero que despeja largo buscando el centro delantero que no alcanza el balón como siempre que se embucha unas cheves la noche antes del juego. Parece que estamos en el llano, el público enfurecido te menciona en fervoroso saludo que es agradecido de inmediato. De todo lo demás has querido vender paletas y cacahuates, ser el líder de la barra, el que pasa con el pelo largo con una morra y no este cuerpo de entrenador que nunca jugó un partido completo. Quieres comprar el número bueno de la quiniela porque ya te lo sabes, es el número 9 del equipo contrario, ojalá y no lo metan al campo. Te dan ganas de entrar cuando abanican el esférico, o para ver quién las llega más lejos afuera del estadio, ver afuera del 19 qué chiquillo recoge el balón y corre calle abajo, y perseguido hasta sus últimas consecuencias desaparece.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA