Los peores días de una larga vida
Días amargos. De la noche a la mañana los días felices se han convertido en una terrible pesadilla. Así puede cambiar nuestra vida, en un abrir y cerrar de ojos, por una omisión imprudente o un acto irresponsable de uno mismo.
Las historias de las tragedias parecían lejanas. Si acaso la compasión por los que murieron o sufren, o el coraje porque se dejó expandir la epidemia como un caballo desbocado.
De repente todo lo tiene uno aquí enfrente. El dolor, la incertidumbre, la impotencia porque ocurre que van siendo alcanzados por el virus maldito los seres más queridos.
Noches de pesadilla. Los oxímetros reportan caídas alarmantes, el pulso cardiaco se acelera, los pulmones se colapsan, la garganta se cierra y la glucosa y la presión alcanzan sus niveles más altos.
El contagio maldito llega a la familia.
La hija que ve a su marido padecer crisis tras crisis. Los pequeños que preguntan por su papá. ¿Por qué no poder abrazarlo? ¿Por qué tener que escuchar sus lamentos sin poder acercarse a levantarle el animo? ¿Por qué su voz se escucha apagada y distante, adolorida?
Las preguntas más terribles se descuelgan una tras otra. ¿Cómo estaremos al día siguiente? ¿Cuál de los mil remedios es más eficaz para contener el implacable mal? ¿Cuándo volveremos a la vida ordinaria pero que ya sentimos entrañable?
Los protocolos médicos son para paliar el dolor y evitar un colapso mayor. Los remedios caseros son solamente esperanza, pero uno se agarra de todo.
Nada duele tanto como la incertidumbre y la impotencia. Hoy todo parece estar bien pero no sabemos qué pasará al día siguiente y cuando el facetime nos pone enfrente a la familia no logramos interpretar si sus facciones proyectan dolor, preocupación o miedo.
La epidemia además que lastima y mata, aísla y ata de manos. Los protocolos sanitarios son infranqueables y fríos, tanto que parecen despiadados al que los vive.
Cuando llega la hoja con los resultados de la prueba, uno quisiera estar viviendo un mal sueño. Pero es apenas el principio de semana en las que la vida camina sobre una cuerda floja con un obscuro precipicio abajo.
II
Mi yerno fue el primero en este desfile terrible. Cinco días largos, amargos, de dolor intenso y recaídas brutales.
Un lunes temprano me avisaron que con los estragos del mal viajaba a Monterrey en busca de auxilio médico.
Mientras tanto mi hija, su esposa, empezó a mostrar síntomas y los nietos de 6 y 4 años, atrapados en una tempestad adentro de su hogar. La fortaleza de ella finalmente se impuso.
Por esos días mi hijo anunció que se aislaba por que tenía los primeros síntomas: cansancio, dificultad para respirar, cero olfato.
Su tránsito por el mal fue menos tortuoso. A los pocos días su esposa tuvo sus primeros dolores, pero la juventud va ganando finalmente la partida aunque quedan huellas en la salud que tardarán en desaparecer y exigen rehabilitación.
Mis pequeños nietos, asintomáticos gracias a Dios.
Pero los días previos fueron de una incertidumbre amarga.
III
El jueves último de agosto fui a un chequeo de rutina. Me ordenaron una placa de pecho donde salió una pequeña mancha en la parte baja del pulmón derecho, pero nunca imaginamos lo que trataba.
Mi mujer al día siguiente registró los primeros síntomas. Yo también con menor intensidad.
El médico nos ordenó un tac. La interpretación ya anunciaba lo que se avencinaba. Signos de COVID.
El lunes pudimos hacernos el examen, el martes un oficio nos dio la noticia: positivos ambos.
Los embates de la enfermedad empezaron esa misma noche, atizados por el miedo.
Veía a mi compañera con un sueño inquieto y respirar con dificultad. A mí un simple recorrido al baño me deja exhausto y con la oxigenación en picada.
La Doña tuvo mejoras a los pocos días. Yo aún traía y traigo una carga de infección.
Una mañana tuve el peor momento. Después del baño me invadió una sensación de ahogo y de incapacidad para jalar aire.
Todavía permanecí otro día en casa, hasta que las circunstancias me hicieron hablar con mi doctor que me recomendó internarme.
El recorrido de mi cama a la camioneta parecía no tener fin mientras la agitación y la tos me invadían.
La zona COVID del hospital al que llegué es una estancia confortable pero cuando llegas en mi situación te genera escalofríos.
El médico que la dirige es sin duda alguna el mejor médico que he conocido, el más experimentado y humanista, tenaz y constante en el seguimiento de sus casos. Es amigo entrañable y admirado.
Los días aquí en la Zona Covid, atendido por enfermeras y enfermeros con vocación que saben lo que traen en sus manos y se apasionan con su trabajo, transcurren lentos.
Pero este no es un paseo ni una visita ocasional. Solo el proceso del virus tendrá la última palabra, por eso uno se aferra a los médicos y enfermeras y se aplica a la oración porque al final será el creador quien decida nuestra suerte.
Han transcurrido 18 días desde que empezaron los primeros síntomas y tengo que reconocer que mis días han cambiado para bien pero aún persiste el temor y la incertidumbre.
Espero pronto ver la luz del día, a los míos, a mis amigos aunque sea a la distancia
Para mí y mi familia la vida cambia. Nada, nunca, volverá a ser igual