En 1533 un grupo de expedicionarios españoles alandodeDiegodeGuzmán cruzaron por primera vez los linderos del río yaqui e invadieron el territorio de los nativos del mismo nombre, los indómitos indios Yaqui.
Más tardaron en trasponer el límite los te- merarios intrusos que los celosos guardianes en salirles al paso. Una legión de guerreros listos para el combate les hicieron el alto y el jefe los encaró en tono enérgico: “¡Si pisan esta raya o la pasan, serán muertos!”. Los arrogantes conquistadores ig- noraron la advertencia y se produjo una sangrienta lucha en la que murieron cientos de hombres.
Los españoles salieron huyendo. En 1608 intentaron nuevamente la conquista de la región pero volvieron a fracasar. Diego Martínez De Hurdaide, que comandaba la expedición, no se dio por vencido, regresó en 1609 al frente de 4 mil mercenarios pero fue tan catastrófico el revés que sufrió que estuvo a punto de perder todo el ejército y salvó la vida milagrosamente.
Lo que no consiguieron las armas, sin embargo, lo hicieron los evangelizadores. Gracias a la catequización la región indígena de Sonora no sólo vivió en paz durante 118 años sino que se convirtió en la más próspera y poblada del noroeste del país, hasta 1740. Los yaqui se sublevaron ese año tras
de que la colonia les impuso una injusta alcabala sobre los comestibles y decretó la adjudicación de los terrenos comunales. Al grito de “¡Viva María Santísima!” y “¡Muera el mal Gobierno!”, la tribu se levantó en armas y las autoridades virreinales emprendieron una campaña para someterlos que duraría 200 años.
En 1829, después de varias sublevaciones, el Congreso de la Unión les otorgó la facultad de gobernarse a sí mismos, pero en 1867 resurgió el conflicto cuando expulsaron a los blancos de su territorio. Entre 1885 y 1909 el gobierno man- tuvo una guerra casi permanentemente contra los indígenas en la que se cometieron los peores crímenes y las autoridades utilizaron los métodos más crueles para combatirlos.
Secuestraban a familias enteras y a los prisio- neros los enviaban a Yucatán y a Oaxaca en donde eran explotados como bestias de carga en las haciendas henequeneras y en los campos de chicle por los caciques y terratenientes.
Acorralados, muchos indios preferían arrojarse y morir en los desfiladeros antes de rendirse.
A principios del siglo XX la prensa anunció que el gobernador Rafael Izabal y el Jefe de Armas, Luis E. Torres, los ahorcaban y fusilaban en masa. Las atrocidades adquirieron dimensiones de genocidio y la sociedad exigió al gobierno que se suspendiera la masacre, pero las matanzas continuaron.
Los Yaqui se rebelaron la mayoría de las veces porque los despojaban de sus tierras y las únicas condiciones que imponían para deponer las armas era que les regresaran lo que les pertenecía y les permitieran autogobernarse, el gobierno se negó.
Durante el régimen del General Plutarco Elías Calles el problema yaqui volvió a hacer crisis y el gobierno utilizó toda la fuerza, incluyendo la avia- ción militar, para someter a los sublevados, pero tampoco tuvo éxito. Los cuatro siglos de crímenes, despojos y persecuciones que sufrieron los indíge- nas desde la Colonia terminaron el 27 de octubre de 1937 cuando el presidente Lázaro Cárdenas resolvió definitivamente el conflicto.
El divisionario michoacano emitió un acuerdo que concedió a los rebeldes una extensión de 500 mil hectáreas de tierras, desde Guaymas hasta
el rio Mayo, 20 mil de las cuales eran de riego.
Al mismo tiempo, puso fin a los abusos que los particulares y las autoridades locales cometían impunemente contra los nativos. Desde entonces los escasos indios que sobrevivieron al extermi- nio han vivido en paz, aunque en condiciones paupérrimas.
POR JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ




