TAMAULIPAS.- La casa era como un teatro donde entraban y salían actores de diversas categorías. Cuando decidí mudarme a este barrio fue por el silencio que encontré en las calles. Ignoraba a qué hora comenzaba la comedia humana.
De modo que al mudarme instalé mi propio escenario. Pronto comenzó el diálogo con los vecinos, supe quién vivía al fondo de la calle y quién era el propietario de la única casa vacía. Fue fácil notar que ninguna casa era amarilla, predominaban el verde, el rosa, el blanco y un poco el negro rococó, si es que existe ese color.
En las casas con dos balcones simulados, sin altavoces, se escuchaban las voces melodiosas entre risas de las actrices de reparto en la ducha. No es necesario aclarar que la mayoría de los actores eran al mismo tiempo espectadores fervientes, aficionados cotidianos al teatro clásico y al de vanguardia que podía darse mientras se lababa ropa.
Se acudía al propio destino con un libreto que pasaba por las redes sociales y los consejos válidos de cuidate Juan que por ahí te andan buscando. Pero este es un tranquilo escenario. Nadie ha roto una taza todavía, ni ha dado un manotazo en la mesa provocando el suspenso del público desde temprano, mientras calienta el carro.
El sol abre la ventana y las personas se asoman todavía con los diálogos sin aprender. Sale una persona en pillamas arrancando algo del refri, comienzan a decir palabras inaudibles, inperceptibles para el público que pasa por la calle. Dije lo que tenía que decir cuando abrí la puerta y puse un pie en la calle.
Desde niño aprende uno esta parte de la ópera prima, cuando busca a ver qué niño del barrio tiene bici o triciclo, lo que tenga. Sin embargo las funciones de teatro no se interrumpen con la lluvia y la epidemia.
Sólo hace los dramas más íntimos. Se escucha el sonido de la música elegida para este caso y se baila mucho. El público me observa desde cualquier butaca. Se sabe lo que sigue y hay quien por experiencia es la primera que apaga las luces de la colonia. Comienzo a sentirme en confianza cuando el drama pasa a la comedia y los cantantes de ópera duermen temprano.
A mediodía luego de una siesta pasa un sujeto con un refresco, luego pasa otro sin nada, una señora pasa corriendo con una bolsa de pan como una señal para la segunda parte irrevocable de la obra. Recordé que en la obra donde antes vivía fui actor principal, es un decir, allá todos exigían ese crédito a la hora del café. Aquí apenas conozco el nombre de las calles.
Poco a poco vendrán las historias en carne propia y no querré un teatro, ni un pueblo espectador con un diálogo, sólo la luna arriba del techo y será de noche con las luces apagadas. Al día siguiente por la mañana me di cuenta quién se peina y quién no quiere, no necesitan hacerlo, así es su participación breve en el acto.
Para la segunda función sé lo que debo decir antes de que oscuresca y termine de acarrear los muebles de la otra casa. Los ayudantes que suben y bajan los muebles trajeron unas tarimas: oigan yo no soy cantante, les dije, no lo sé todavía.
Todo ello mientras busco dónde pongo una mesa de centro, dónde el candil que era de la calle con la esquina del cuarto ocupada.
Dejo todo listo para la tercera llamada, tercera. Salgo y siento que una multitud me aplaude sin conocerme.
Hasta parece injusto, yo hago una reverencia. Mientras en la casa de enfrente alguien imposta la voz y pregunta quién va a lavar la ropa, yo hago un largo silencio para leer lo que sigue del diálogo. HASTA PRONTO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021