¡Se levantó la polvareda!
Desapareció como llegó: en chinga. Nunca sé realmente de donde viene, porque se apodera de los caminos, de las casas, sin avisar. Espanta a los animales que creen les cayó de repente la noche. Obliga a que uno cierre los ojos y se agarre de la primera esquina para que no se le ocurra llevarnos entre las patas y sabrá Dios en qué mundos nos dejaría, de por sí está bien difícil vivir el nuestro.
Nomás se fue la arena negra y vi clarito la zona roja, doctor. La sonaja pues.
Hasta ahí fuimos los dos. Don Neto refunfuñando, no estaba en edad para esas chingaderas, decía a cada rato. Pero sí oí bien clarito como su corazón se empezaba a desarrugar, cuando llegamos las luces nos decían que las noches son días de pura alegría. Se oía fuerte el retumbar de la música y las boquitas pintadas nos deseaban buenas noches.
Yo ahí era el Rey, nadie se olvidaba de mí, de mis noche enteras danzando al ritmo del acordeón, de mis mesas repletas de cerveza y de mujeres que nomás estaban ahí pa darme dicha.
Ah, pero eso sí, me detuve en uno de los cuartitos de la entrada, donde se asomaba por la puerta entre abierta la virgencita de Guadalupe que cuidaba las horas de las mujeres de ahí. Le recé, le pedí permiso y supliqué que de pasada me cuidara a mí. Prometí de regreso, en la siguiente vez, traerle chingo de veladoras pa que siempre tuviera luz en su camino.
Llegamos a El Paraíso, la cantina, con las paredes pintadas de ángeles que revoloteaban entre nubes gordas. Nos sentamos en la mesa del centro, pa que nos vieran, para que fuéramos presa fácil de las miradas con párpados azules de quien se quisiera venir a sentarse en nuestras piernas.
Mi perfume me hizo el milagro, porque luego luego llegó una de ellas, a preguntarme porqué olía tan bien.
Que si le invitaba una cerveza, hasta diez le dije, porque no traía para más. Y doscientos pesos para diez piezas. Bailamos mientras le ponía su billetote en el escote, que ella después escondería en el brasier, mientras mascaba un chicle, que hacía horas había perdido el sabor y no disfrazaba su aliento a cerveza.
Clarito vi cómo por la puerta entraba una mujer flaquita, de ojos tristes que parecían contener muchas lágrimas, llevaba un burro sucio, flaco, que tiraba de una cuerda, mientras anunciaba que en pocas horas seríamos testigos del show más maravilloso, el show del burro, y mostraba la portada desgastada de una revista donde venía retratada su mirada gris junto al burro.
–Las principales revistas del mundo lo dicen.
Gritaba como una plegaría repetida por horas.
–Es el mejor espectáculo que hayan visto ojos humanos. ¡Eva y su burro! ¡Eva después de haber escapado del paraíso y su burro Adán! ¡Cien pesos el número! ¡Cien pesos!
Caminó alrededor de la pista exhibiéndose junto con su animal y se perdió por la gran puerta del paraíso, esperando que llegaran los minutos para mostrar su espectáculo. Pero nadie compró un boleto. Nadie se atrevió a verla. Amarró su animal, se sentó llorando en la mesa más apartada. Donde estaban las más viejas,
las que fueron olvidadas por los años. Aquellas que se pintaban de rojo intenso las mejillas, las que escondían sus canas debajo de una peluca raída, las que tapaban las arrugas y los pellejos en blusas entalladas de tafeta brillante. Las que sólo estaban esperando el último baile para quitarse los zapatos de tacón y descansar en paz.
Don Neto, nomás fumaba y fumaba, con la mirada baja, apenado, después me diría que su vieja lo había regañado, que se apareció ahí, en medio de todo el barullo, entre el humo, sombreros, entre pistolas y gritos. Le habló bajito, al oído, que ese no era su sitio.
Pero dicen que no hay como un buen tequila para olvidar los reproches. Ya al tercero pos no se me ocurre pedir una de Los Tigres y pos ya valió madre. Don Neto tiró un grito de esos gritos de fiesta, de esos de desahogo, de esos de me vale madre la vida, y pidió que le subieran el volumen a la rockola.
–No traigo efectivo–dijo, mientras aventaba su chequera al centro de la mesa, “pero traigo cheques en blanco pa que bailemos toda la noche con quien mas se nos antoje, mi Profe”.
Y pos ante eso, ¿quién se resiste? La madrota de la cantina mandó a un mesero jotito a limpiarnos la mesa, a las cuatro mejores pencas del lugar, dos para cada uno, a que nos atendieran. Nos trajeron muchos cacahuates picositos, hasta camarones secos y charales pa que no se nos bajara el pedo.
La verdad, debo reconocerlo, yo aprovechaba que don Neto iba al mingitorio pa poner una y otra vez La Puerta Negra pa que mi amigo no dejara de bailar, que no se nos acabara la fiesta.
No supe cómo acabamos a la mitad del río Bravo, justo en el centro del puente Internacional, mentándole la madre a los pinches gringos, mientras las cuatro mujeres ebrias no se nos despegaban, ya no sé si por mi perfume o por la chequera del amigo.
El caso es que salieron policías de acá de este lado y del otro también y nosotros gritábamos más fuerte el “¡Chinguen a su madre, güeros desabridos, nalgas
de chango albino!” Tuvimos que correr, sacamos fuerza de la risa que nos atacaba cada vez mas, reíamos, corríamos y los gringos pos tuvieron que quedarse de aquel lado de la rayita.
La verdad, doctor, que no sabemos como curarnos la risa, las carcajadas al vernos esposados, junto con cuatro putas, en la cajuela de la patrulla y usted apenado sacándonos del bote, doctor, dígame:
–¿Cómo podemos dejar de reír?
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO