Nunca he dejado de sentirme culpable. El día que le diagnosticaron cáncer en el estómago, empezó mi larga y oscura etapa de orfandad. Sabía él, que iba a morir en menos de ocho semanas. Hombre macizo que nunca había enfermado en sus setenta y dos años, me dijo desde su cama de hospital:
–No quiero esas chingaderas de quimioterapia. Y menos quiero que gastes en esas pinches inyecciones caras y que valen para pura verga: ni te curan y nomás te alargan el sufrimiento. No se lo digas a tu mamá. Te lo comento a ti, porque eres doctor y creo que me vas a entender. Deja que me vaya a descansar en paz.
Eso, lo había oído en algunos de mis pacientes y me había entristecido.
Escucharlo de mi padre, des- acomodó mi espíritu y trastocó la visión un tanto inhumana que de la vida nos da la Medicina desde su aposento científico.
Dijo con una frialdad, como para sacarme de mi congoja:
–Y ya, llévame para la casa. Quiero estar lo que me queda de vida, con tu mamá. Y un favor: no avises a ninguno de mis amigos. Ni me ayudaría, ni me gustaría, tenerlos en frente para que me vean así de jodido.
Había trabajado por más de cuarenta años en el IMSS de Reynosa. Médico por la UNAM, se especializó en Pediatría en Boston, Massachusetts. Por temporadas, trabajaba en el Hospital Blanco de Mc Allen, Texas en donde atendía a los niños ricos del Valle. Hizo mucho dinero. Acá en Reynosa y Río Bravo, tenía mi- les de pacientes. La gente lo que- ría mucho. Potentados y pobres. A los adinerados, los recibía amablemente; a los menesterosos, igual, pero con un añadido: si los veía muy apretados de dinero no les cobraba.
–Me pagas en la cosecha–les decía.
Un día, llegó a mi consultorio el Güero.
Todos sabíamos, que era el jefe de la Plaza. Ese espacio territorial, estaba formado desde Río Bravo, hasta Miguel Alemán, Tamaulipas. Era un tipo flaco, treintón, que vestía todo de marca; desde los tenis, hasta la gorra: Boss, Gucci, Lacoste, Aeropostale.
Me dijo:
–Supe que su papá, está enfermo.
–Sí–dije.
Contó que mi padre, había atendido a su hijo –tres años atrás– de una neumonía. “Estoy agradecido, porque esa vez no pude cubrir sus atenciones. No le pagué, porque o compraba las medicinas, o pagaba la consulta. Nunca voy a olvidar ese paro.”
Le conté que el cáncer, le había dado sólo unas semanas más de vida.
–¿Se nos va el viejón?
–Sí. Se nos va.
Lanzó un silbido.
Entró su chofer, con dos maletines.
“Esto es para el doctor. Dígale,
que es de parte de su amigo el Güero y de su hijo el Cupido que le siguen debiendo la vida”, expresó.
–Lo dejo trabajar doctor–dijo
Un millón de dólares, contenían los portafolios.
Se los llevé a papá.
Sonrió con cierta conmiseración.
–¿Y para qué putas lo quiero, si me voy a morir?
Me aconsejó, que los utilizara en un proyecto de salud para la gente amolada. Pidió, que le agradeciera al Güero su generosidad y a la vez, que le pidiera un favor: le mandara mariguana y heroína para combatir los dos meses de dolor que la vida le había regalado.
–Lo que quiera mi doctor–dijo el Güero.
Al otro día, el pedido de papá estaba en mi consultorio.
Por razones de pudor, tenía que ser yo quien aplicaba y vigilaba sus diarias terapias.
Ese tratamiento, le permitió enfrentar serenamente la transición de la vida hacia la muerte.
Se fue con una sonrisa.
Así apareció en mi mente, el proyecto del asilo para gente mayor. Compré casi veinte hectáreas, construí cincuenta casas de madera y material, e inicié una campaña publicitaria para invitar a la gente a conocer el refugio. Lo inauguré un verano. Estuvieron presentes, muchas personalidades: alcaldes, diputados y mujeres altruistas.
Bonito el evento.
El Güero, discreto, apareció hasta el día siguiente en el albergue.
Le di las gracias y por decirle algo, expresé:
–Lo que se te ofrezca. Aquí vamos a ayudar a mucha gente. Me miró desde su profunda y gélida mirada de psicópata y pontificó:
–No doctor. A mí nunca se me va a ofrecer. Necesitaría, tener el corazón muy negro y ser muy mierda, para abandonar a mi madrecita en un lugar donde se respiran tristeza y desasosiego.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO