¿Y las putas Don Neto?
¿Ónde se quedaron? La última vez las recuerdo trepadas en la cajuela de la patrulla. Encabronadas y mentándonos la madre. Pero sabe, era un anhelo que tenía de ir a rayársela a los pinches gringos. No sé porqué ellas nos siguieron hasta allá. Seguro que por tus cheques en blanco.
Fue una venganza débil, como de güercos de secundaria. Tanto que nos han ofendido. Nomás les dimos poquito de
su propio chocolate amargo. ¿Cuántas veces nos regresaron? Nomás por las puras ganas de jodernos el momento. Pos ni crea que se me olvida que aquellos terrenos eran nuestros. Platicaba mi ma-
dre que la madre de su madre se quedó allá enterrada, que no pudieron traerse el cadáver cuando ellos se quedaron con el terreno. Ya ni recuerdo cuándo fue. ¿Se sabe esa historia? Pues mire, nos chingaron ese pedazote de tierra, intrusos, mal nacidos, hijos de su pinche madre.
¿Cuánto le deben a mi padre? Allá les dejó la vida, en los plantíos de tomate, en sus parcelas. Un día cruzó el río porque acá ya todo eran puros susirios, hambres y la panza de sus ocho hijos bien pegada al espinazo. Quería que fuéramos grandes, hombres de bien, que no nos ganara la miseria como a él. Y se cruzó el río, hipnotizado con el canto de las sirenas, con las luces blancas de las tiendas, con los dólares que se ganaba de sol a sol.
Nos mandaba dinero cada quince días con un tío que sí podía pasar por el puente, que sí tenía papeles y una carta mal redactada en las noches de cansancio y desveladas. Decía que estaba bien, que allá era otra vida, que se ganaban buenos centavos, que podía mandarnos dinero.
Pero no contaba las horas de fatiga. Las ampollas de pies y manos. El amontonadero de mexicanos durmiendo al suelo vivo en las bodegas. Tampoco nos contó que un día llegaron los agentes y no le quedó más que esconderse en el pozo del excusado. Valía más aguan-
tar un rato la mierda, que las horas de encierro en una cárcel gringa, que la deportación, porque ya lo habían mandado una vez muy lejos, allá por Chihuahua, y tuvo que sufrir las de Caín para regresar acá, descansar unas horas, bañarse, hacerle otro hijo a mi madre y buscar la forma de cruzar de nuevo el río Bravo.
Era un buen viejo, cuando lo veíamos nos preguntaba de novias y de amigos, de sueños y la escuela. A mí me mandó allá a la capital, a Victoria, a estudiar en Tamatán. De ahí soy egresado bendito dios. Además antes era más fácil
ser profesor y sí, aprendía uno bien. De la secundaria pasabas directo a la escuela Normal y en cuatro años ya tenías trabajo. A donde fuera, pero te colocaban en una escuela.
“Pronto tendré un hijo maestro federalizado”.
Presumía allá con sus amigos, a pleno mediodía, y en las noches de nostalgia.
Yo era el mayor, en el que estaban puestas todas las esperanzas para que mis ocho hermanos no se quedaran en el camino.
No pudo llegar a mi graduación, porque lo descubrieron cruzando el río. Dicen que llevaba su ropa, echa bolita, guardada en una bolsa de plástico.
Que fue descubierto a mitad del río, que la corriente lo arrastró a donde no le dieran las balas de los de la Migra, que salió desnudo corriendo a esconderse entre los mezquites, mientras lo perseguían los agentes con perros y balaceando la noche para atinarle a la vida de mi viejo.
Dicen que el cansancio lo venció, que sus pulmones ya no podían pescar más el aire y cayó de pecho entre los cadillos, tembloroso, con el corazón saliéndose por la boca. Que hasta ahí llegaron los agentes, que soltaron sus pe-
rros de afilados colmillos y dejaron que lo destrozaran a dentelladas.
Mi padrino Juan lo vio todo, pero no pudo ayudarlo, porque cuando aplacó su miedo y agarró valentía, ya el perro más grande jugaba con la cabeza de mi padre. Que el espanto lo paralizó y solo logró rescatar la bolsa de plástico con su ropa, que ya no pudo hacer nada. Ni cuenta se dio a dónde corrieron los perros con los restos de mi viejo.
El remordimiento y las culpas lo hicieron callarse, no podía enfrentarse con los ojos de mi madre y ocho hijos que día a día se asomaban al camino a ver si llegaba su viejo. Lo que nunca dejó de llegar, cada quince días, era la raya, los dólares cuidadosamente doblados en un sobre blanco que no contenía ni una carta.
Hasta después de dos años, cuando mi madre se acababa en puros suspiros pudo contarle la historia y entregarle la ropa. Dicen que ahí en la bolsita de plástico estaban las fotos de sus ocho hijos que un día juntó en una fotografía que después siempre estaría en
la cabecera de la cama de mi madre.
¿Cómo chingados no les voy a mentar la madre cada que puedo? Escupir cuando pasan cerca. Y maldecirlos por el resto de mi vida, don Neto. Ellos me dejaron sin padre.
Me retiré cuando el Profe sacaba su pañuelo y se tapaba la boca para detener un aullido.
Dejé al par de viejos sentados, viendo el atardecer y curándose la cruda.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO