Enterré a mi viejita, un bochornoso día de agosto.
Abrí una tumba, en el mero centro del rancho, debajo de un poderoso ébano y ahí puse su mortaja. No dije una sola palabra, durante el sepelio; menos en el novenario. Sólo dejé que mis lágrimas drenaran el dolor que como espina de uña de gato, sentía en el mero centro del corazón.
Vi a mis hijos, muy tristes. Mi Borrado, lloraba desconsoladamente.
Al Negro, consentido de mi difunta esposa, lo noté, devastado.
Yo estaba peor; pero sentí que era mi deber, permanecer fuerte, como el tronco común de la familia que era.
No invité a nadie.
Quería que nuestros amigos, la recordaran viva y generosa como siempre; no como un despojo de huesos, en que la había convertido el puto cáncer.
La despedimos, pura familia.
Le llevamos, chingo de flores. Me sentí raro: no olían como de costumbre. Tenían, esta vez, un aroma muy cerquitas a la náusea. Pero eso sí: se veían hermosas las rosas blancas y los claveles rojos.
Como fue su deseo, le llevé un fara fara.
Tocaron lo que me pidió: Tristes Recuerdos, Ingratos Ojos Míos y Me Caí de la Nube.
El asmático fuelle del acordeón, me removía la daga en el pecho. Nada que ver, aquella felicidad que era como otra piel cuando abrazados compartíamos cada cumpleaños
la serenata de Los Hermanos Téllez. El ritmo del tololoche me hizo recordar, el tamborileo del pecho de mi vieja cuando, agotados, terminábamos de hacer el amor y yo traviesamente ponía mi oído en
sus sudorosas y brillosas tetas. ¿Ahora, qué chingados voy
a hacer solo?
Mis dos nueras, no pudieron estar en ese último adiós. “Voy a quedarme a cuidar el niño, suegro”, me dijeron las dos como si se hubieran puesto de acuerdo. “No es correcto que un niño de cuatro años, presencie un funeral.”
No pude comer por una semana; sentía un palo atravesado en el cogote.
–¡Qué viejas tan culeras!– bramó el Profe, quien caminaba a mi lado sobre la polvorienta brecha.
¡Hágase un ladito mi Profe, no lo vaya a machucar ese tractor!
–Chíngate un cigarro Neto–dijo y me dio su cajetilla de Raleigh.
No sentíamos el calorón perro, que nos tostaba hasta los pensamientos. Íbamos, hombro con hombro, como hermanos, caminando buscando llegar al Ejido Bar. Nos movíamos de lado a lado del
camino, alejándonos de las nubes de arcilla que levantaban las trocas. Él, con la mirada perdida, transformando mis palabras en imágenes, fumaba sudoroso y pensativo. Sólo hablaba para maldecir la conducta de mis nueras. Ese tema, le afectó tanto que todo el día y toda la tarde, no lo dejó en paz.
“¡Son chingaderas!”
“¡Tú, que les has dado todo!”
“¡Nunca se te quitó lo pendejo!”
“Ni modo: ¡Ya no aprendiste cabrón!”
Nos tomamos algunas diez cervezas en la cantina.
–Vámonos Neto. Ya para estas horas, deben haber llegado mis hijos a la estancia. Acuérdate: cumplo años.
El Profe, tenía un hijo que trabajaba en Jiuston, Texas como gerente en un banco. Su nuera, se dedicaba a cuidar a su hijo de dos años. Invariablemente, cada cumple lo pasaban con él. Lo llevaban a comer y luego, se tomaban fotos y compartían un pastel.
Me hizo sentir, metiche.
Como pieza de rompecabezas, que se quiere meter a güevo, en un sitio donde no cabe.
–¡Anímate Neto!–me dijo.
La mera verdad, Profe, hace años que no voy al cine. Y ya sabes: me encantan las películas de El Santo. Y hoy, hay permanencia voluntaria en el Cine Rey.
Actué con naturalidad, para darle certeza a mi engañifa.
El Profe, caballeroso y gentil como siempre, se marchó a su pachanga, asumiendo que mis palabras, estaban forradas de verdad.
POR JOSÉ ÁNGEL SOLORIO-MEDARDO TREVIÑO