A veces pienso que cuando sepulté a mi viejita, enterré con ella la parte más grande de mí.
Ya no me siento aquí. Es como si estuviera sobre mi mecedora y no hiciera bulto. ¿O será que el pedacito que soy, es muy chiquito para poder vivir? Por las noches nomás estoy vuelta y vuelta en la cama. He llegado a pararme, hasta seis veces en la noche pa fumar, como si el humo pudiera llenar el hueco que dejó su muerte.
Me despierto con desasosiego.
El Profe, desde su camastro, invariablemente, sentencia:
–Neto: esos pinches tacos de cáncer, te van a matar. Pienso, como siempre:
–Pa morir, primero hay que estar vivo.
El café ya no lo disfruto como antes: ahora en sus vapores veo el rostro de mi esposa y con su sabor, llega el provocador olor a su pelo húmedo, recién lavado. Hasta hoy, todo recuerdo de ella, es como un pinchazo en mi alma despedazada. Jamás he sido soflamero; digo la mera verdad.
De joven, el frío nunca me dobló. Estoy acostumbrado, a regar el frijol en pleno invierno, candelillando, con el agua hasta las rodillas. Ahora, ni todas las frazadas de lana calientan mis huesos. ¿Será la ausencia de la tibieza de su cuerpo?
Las cervezas, me saben a nada. Ni siquiera me refrescan como antes. El cigarro, es lo único que hace un poquito sentirme vivo. La nicotina, saca mi tos de perro –que me cargo desde que dejé a mi vieja abajo del ébano–, y me da un pequeñito descanso, porque imagino, pone mi sangre en movimiento.
Hay días, que nomás tomo café y quemo tabaco.
Ni un taquito siquiera.
¿Acaso los muertitos sienten hambre?
De repente el doctor, se preocupa. Se sienta en la mecedora de al lado y habla, habla y habla. Me platica de su padre, sanador de medio pueblo y de los amigos y pacientes que dejó, aún le agradecen a él esos favores. Probablemente, me ve tan jodido y agobiado, que me comenta que a pesar de todo lo malo que pueda ocurrirnos la vida tiene muchas cosas con las que se puede ser feliz.
Entiendo lo que me dice. Él pasó por momentos en verdad cabrones. Y ahí está: enterito, siempre optimista, ayudando a gente que ni conoce y que no sabe ni qué madre los parió.
–Véngase don Neto. Vamos a echarnos un taco. Doña Trini, hizo un asado de puerco riquísimo–me dice con afecto de hijo.
–Nomás déjeme hablarle al Profe, doctor.
Sobre la brecha, cortó el horizonte una troca Mercedes Benz gris. Dejaba tras de sí, una especie de pequeño tornado blanquecino, donde los rayos del sol veraniego golpeaban sacando chispas como arcoíris. Eran el Borrado y el Negro.
–Los alcanzo en el comedor–dije.
–Te esperamos. No vamos a comer, hasta que llegues.
Media hora charlamos.
Me traían una buena noticia.
Hablamos de sus esposas, sus hijos y sus trabajos. Los niños, todos estaban bien: unos terminando el kínder y otros, ya en el colegio. Mis nueras, trabajando en lo suyo. Una de ellas, estaba actuando en una obra de teatro en el Distrito Federal; la otra, metida en casa cuidando a los pequeños.
Me platicaron sus ideas.
¿Qué padre, tiene derecho a ponerse triste cuando sus hijos animosos y alegres le comentan sus sueños y proyectos?
Los felicité.
Un abrazo y un beso, fue la despedida.
–Cuídense, hijitos.
Llegué a la mesa, con el cigarro en los labios.
Mi quijada, se veía más ancha por lo apretada.
Perspicaz, el Profe, preguntó:
–¿Qué pasó Neto? Traes cara de perro apaleado.
–Sírvale a don Neto por favor, doña Trini–dijo el doctor.
Les conté, que mis hijos habían vendido el rancho, a una compañía constructora de Monterrey. Iban a levantar, una nave industrial y dos fraccionamientos de lujo.
–Quiero que me hagas un favor, Profe. El fin de semana.
–Lo que quieras Neto. Hice a un lado el plato de comida.
Con la hiel carcomiéndome la lengua, dije:
–Voy a cambiar el cuerpo de mi vieja, al panteón municipal. Mis güercos, acordaron eso en el contrato.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO