El viento esa noche soñaba tragedias. Deslizaba historias en nuestra cabeza, historias olvidadas. ¿No sé si usted ha sentido ese escalofrío que dan los presentimientos? Se le pone a uno la piel chinita, se siente como un desasosiego que nada lo aplaca, queda uno vacío como reloj sin horas. Todo tu cuerpo cruje a tus pasos, cansado de tanto uso. Te entra una debilidad jamás sentida, te quedas en silencio a esperar qué te trae la vida. Y cuando no llega nada, nomás te maldices, te murmuras tarugadas, dices todo está bien. Y tratas de agarrar el poco aire que te da la vida, tu piel se aprieta a tus huesos deshidratada, sino fuera por ella, te desparramas, te deshaces, te desgüansas pues.
–Hoy me siento así, doctor, como que de pronto se me acabó la alegría, como que se escondió en lo débil de mi cuerpo. Hoy estoy como abandonado por Dios, como huérfano de todo.
Habló el Profe como contestando a mis pensamientos. Pero callamos el resto del camino para no desnudar nuestras congojas.
Llegamos a la casa de Margarita, la actriz, la cómica. Los dos cargando nuestros males, nuestras debilidades, yo arrastrando la pierna, sostenido por los 76 años del Profe. Me prestó su pañuelo para que me limpiara el sudor, después, en un acto que agradecería toda la vida, sacó un peine negro, pequeño y ordenó mis cabellos.
–Ella nos espera–me dijo y tocó la puerta y esperó y esperó y esperó.
La puerta estaba abierta, pero nadie acudió al llamado, una soprano cantaba el aria que muchas veces Margarita había cantado al Profe, se escuchaba el brinco de la aguja en el disco que hacía repetir una y cien veces más los lamentos de la ópera.
–Dígame que todo está bien mi doctor–suplicaba el Profe, sin atreverse a entrar por la puerta abierta.
Avanzamos los dos abrazados, apretaditos, como criaturas que no serían capaces de defenderse uno al otro. Un largo pasillo nos llevaba a la sala. El tapiz oscuro de las paredes, ahogadas de fotografías de ella, joven aquí, delgada allá y en las otras, las recientes, sonriendo gorda al presente.
Había varas de incienso oliendo a lirios por todas las paredes. Velos cubrían las ventanas, sobre la mesa el mejor mantel de encaje blanco brillaba iluminado por un candelabro de dos velas. Y al fondo un teatrino donde descansaba la cabeza sangrante de Margarita rodeada de ángeles y demonios, títeres sin alma que hoy no movía Dios.
El Profe se detuvo al centro de la sala y cayó hincado ante el teatrino. Alzó las manos al cielo. Pero no obtuvo respuesta, como yo aquella vez ante los cadáveres de mis hijos y de mi esposa.
Un mensaje estaba sostenido por alfileres a la túnica de un ángel. “Eso les pasa a las soplonas por estas tierras”.
–¿A dónde denunciar? ¿Quién te escucha sin darte con la puerta en la nariz?–gritaba el Profe, mientras buscábamos el cuerpo de Margarita.
–Desde aquí ella veía cómo torturaban, cómo subían hombres a camionetas extrañas, desde aquí, desde el merito centro, ella fue testigo del desmadre que es nuestro pueblo. Y cantaba corridos en la tarde, desde su ventana, con su guitarra, nomás para no sentir la culpa de quedarse callada.
No encontramos el cuerpo, cogimos su cabeza, la pusimos en la ventana para que desde ahí siguiera señalándolos y nos fuimos en silencios, nos callamos en silencios, como todos los cobardes de estas tierras.
Allá a lo lejos ardía el asilo.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO