CIUDAD VICTORIA, TAMAULIPAS.- La muerte del doctor Ruy Pérez Tamayo, consternó al mundo de la ciencia mexicana que se rindió en elogios para el destacado tamaulipeco.
Pérez Tamayo nació el 8 de noviembre de 1924 en Tampico, donde estudió la educación básica en la escuela Lauro Aguirre.
Y muy joven partió a la Ciudad de México donde llegó a dirigir la Unidad de Patología de la Facultad de Medicina de la UNAM y a formar parte del Colegio de México.
Frustrado, cansado, contento, feliz o, en numerosas ocasiones, hasta encantado. El patólogo podía sentirse de muchas maneras en el laboratorio, pero aburrido, aseguraba él, nunca.
En principio, porque la propia palabra sugiere “la transformación progresiva del individuo en un burro: a-burrimiento”, tal cual explicó, ingenioso, ante una Sala Miguel Covarrubias atestada de universitarios en 2014.
“Y tiene sentido, porque es la sensación de estar perdiendo algo que es absolutamente irrecuperable y que se llama tiempo. Yo lo he perdido en varias ocasiones discutiendo con personas estúpidas, o haciendo cola en las ventanillas de algún banco. Ahí sí he estado aburrido.
“Pero, ¿en mi laboratorio? ¡Qué barbaridad! Ahí el tiempo se me va volando”, refrendaría entonces el eminente médico e investigador fallecido el miércoles en Ensenada -donde vivía con su hija, la bióloga y editora María Isabel Pérez Montforta los 97 años.
Número que en realidad no le representara mucho al científico, pues “el que está trabajando en la generación de conocimiento no envejece, se mantienen en la juventud eterna”, sostenía en sus famosas Diez razones para ser científico.
Imposible no creer que así lo viviera quien solía ubicar el origen de su trayectoria en 1943, cuando ingresó a la Escuela de Medicina de la UNAM -aún no Facultade hizo amistad con un joven y entusiasta Raúl Hernández Peón, quien tenía un pequeño laboratorio de fisiología en el sótano de su casa.
“Yo fui por pura curiosidad, y quedé absolutamente encantado”, recordaría Pérez Tamayo, evocando la impresión de ver a un gato anestesiado en una mesa de operaciones. “En un par de semanas, yo ya quería ser investigador científico como Raúl”.
Y en realidad muy pronto ya cazaban gatos en las azoteas de la Colonia Roma, obteniendo información que derivó en un primer artículo publicaron en la Revista Mexicana de Urología cuando apenas eran estudiantes de tercer año.
Muy atrás habían quedado ya esas intenciones suyas y de sus hermanos de dedicarse a la música, como su papá, violinista de la Filarmónica de la UNAM. Sus padres, un humilde matrimonio de origen yucateco, no se los habían permitido: “Queremos una vida mejor para ustedes, que sean médicos”.
Y así lo hizo quien hoy está inmortalizado en la Explanada de Bustos de Médicos Ilustres en la Secretaría de Salud, aunque no por vocación -en la que no creía-, sino por seguir a su hermano mayor; “Quería ser como él, y si él hubiera sido bombero, yo hubiera sido bombero también”.
En ese mismo tercer año de la carrera, conoció a quien definiría su rumbo como patólogo: el histólogo Isaac Costero Tudanca, exiliado español cuya pasión y humor lo sedujeron para comenzar a trabajar con él.
Además de profesor en la Escuela de Medicina de la UNAM, era jefe del Departamento de Anatomía Patológica en el Instituto Nacional de Cardiología, donde, a su vez, el Departamento de Fisiología estaba a cargo de Arturo Rosenblueth.
“Una cosa que no olvidaré nunca del laboratorio del doctor Rosenbleuth era que al entrar ahí había un gran letrero que decía: ‘En este laboratorio el único que siempre tiene la razón es el gato’”, rememoraría el patólogo, reconocido con el Premio Nacional de Ciencias 1974; una frase que le acompañaron de por vida.
Decir que su producción científica fue por demás prolífica no alcanza para describir a quien publicara más de 170 artículos en revistas nacionales y extranjeras, haciendo algunas contribuciones a la ciencia médica cuyo impacto traducido a la salud quizá sea imposible dimensionar.
Ya fuera la descripción por primera vez en México de padecimientos como la neumonitis reumática, la mesotelioma pleural, la amebiasis cutánea y el enfisema bronquiolar, así como trabajos referentes a la aterosclerosis, los tumores del corazón y pericardio, la tuberculosis y la cirrosis intersticial difusa.
“Su trabajo salvó muchas vidas. Realmente era un gigante de la ciencia en el País”, opinó en entrevista el físico Alejandro Frank, también miembro de El Colegio Nacional, a donde el patólogo ingresó en 1980.
“Nos colocó en el mapa médico internacional; pero también, de alguna manera, es muy admirable su papel como divulgador”, añadió, y prueba de ello son 33 libros que escribiera un Pérez Tamayo que, además de todo lo dicho, fuera fanático de la música clásica, nadador y tenista.
A decir de Germán Fajardo Dolci, director de la Facultad de Medicina, pocos mexicanos han tenido el interés y la virtud de acercar la ciencia al público en general, incluso a los niños, “no sólo como una aspiración o proyecto de vida, sino por cómo la ciencia puede ayudar a resolver los problemas cotidianos”.
El Himno Nacional, decía, debería cambiar y pedir “un científico en cada hijo te dio”.
Con unas ganas de realizar experimentos en una época donde prácticamente no había dónde hacerlo, con nada más que cuatro alumnos y un colaborador médico, fundó también la Unidad de Patología de la Facultad en el Hospital General de México, la cual dirigió 15 años. “Eso contribuyó a dar aliento a la investigación”, enfatizó, por su parte, el médico Adolfo Martínez Palomo.
“Ahora es un Departamento de Medicina Experimental que tiene tres pisos y somos más de 70 gentes trabajando”, destacaría Pérez Tamayo, con un orgullo justificado, ante aquellos universitarios en la Covarrubias. “Y todavía me divierto muchísimo en el laboratorio”.
Que a nadie quede duda de que así fue.
POR STAFF
EXPRESO-LA RAZÓN