Esta generación quizás no recuerda la primera vez que vino un carro a la ciudad, pero raza la que nos antecedió en la palabra vivió un tiempo sin conocerlos en los pueblos pequeños.
Luego, después de un cumpleaños llegaba un camioncito a Macondo a vender plátanos y a comprar el frijol negro. La estampa con el viento es una bola de huercos trepados en la defensa trasera con un pie abajo para bajarse de un salto cuando se detuviera, si de detenía, sino hasta llegar a Victoria.
Nadie supo cómo la ciudad se llenó de carros. Bueno, sí se sabe. Los vimos llegar de a uno por uno y juntos. Ahora dominan las ciudades y las colonias populares y asolan los poblados, se estacionan afuera de los bailes y en donde pueden, son los famosos carros chocolates que después paulatinamente han sido regularizados.
Siendo los carros un hecho consumado, tenemos que soportarlos. Eso porque las personas los necesitamos para ir en corto tiempo de un lugar a otro o para trasladar objetos que no se pueden cargar en la espalda ni llevar en una bolsa de la camisa.
Al menos esa era la idea, la finalidad primaria con la que se inventaron las naves. Luego llegó la vanidad con sus billetes y convirtieron a los automóviles en moda desfilando por las calles. Intocables, en veloces autos deportivos que compiten a ver quién llega primero a ninguna parte, llegan, y el cuerpo que no es de hule se divierte. A veces eso es lo que la gente quiere. Divertirse. Y ya nadie imagina una sociedad sin carros.
Sin carros nos la rifamos a pie y ya cansados tomamos el transporte urbano que nos lleve muy lejos, al otro extremo de la ciudad, antes de que oscurezca. Después de ahí la noche y las luces encendidas como un par de llamaradas inquietas en el horizonte. Después de las diez, andar en coche es un lujo que cuesta caro por el coronavirus, esas son las reglas. Hoy casi viajas en Twitter.
La ciudad se construye para todos y sin embargo en las calles llevan el paso preferencial los carros. Los peatones tienen que esperar a que pasen con su vocecita flamante y reluciente del 2022 o en la voz pastosa de un modelo pasado de tueste. Es igual, cualquiera de ellos te lleva o te abandona a tu suerte. Te lleva aunque sea en la defensa, en el estribo, en la misma cajuela muy sonriente, abierta la puerta, sin capote o sonándole las balatas, doliéndole una muela, un vidrio, una llanta, o algo que nadie sabe.
Antes quien compraba un carro era investigado de inmediato sin necesidad de un documento firmado por el santo oficio. Tenían todos los datos del día que lo estrenaron.
Hay de igual forma una gran cantidad de carros nuevos que sustituyeron al carro viejo del abuelo de 1980. Esta generación es de carro. Hay poca gente caminando por la calle. Si lo hacen es para bajar de peso o como deporte, pero no en su forma cotidiana.
Cuando se habla de cantidades, las comparaciones con otras ciudades son odiosas pero el parque vehicular de Victoria es debido a que ya nadie quiere ser parte de la infantería citadina.
En las casas así las más sagradas y profanas, entre los palacios de cristal y los tejabanes, cada quien tiene su carro, su peor es nada, y lo quiere como si fuese su señora o quien sabe, ya se los “haiga”.
De todas maneras es imposible que usted pase un día sin ver o escuchar un coche. Si uno se aísla, no tarda la mente en imaginarlo, recordarlo cuando andaban juntos en las aventuras dando vueltas por la colonia Mainero, aunque pudo ser otra colonia, nadie se acuerda.
Los carros siguen pasando por las ciudades, dan vueltas en ella como salsa en un molcajete. El día que ya no pasen nos vamos a sentir tristes, aunque podamos tocar el oxígeno con nuestras manos como en los densos bosques. Sí, de no haber carros, en lugar de vehículos por las calles pasarían otros objetos, se cuestionaría al ayuntamiento cuando abriera una calle y diese mantenimiento a las pocas que quedaran. De las bicis otro día hablamos.
Muchas familias, a la brava, construirían su hogar en medio de la calle y sembrarían nogales para que el olvido fuera más eficiente. Cuál calle, aquí sólo hay nueces. Y claro, buscaríamos estar más cerca los unos de los otros, para no tener que ir a pata tan lejos ni andar batallando por un estacionamiento.
HASTA LA PRÓXIMA.
Por Rigoberto Hernández Guevara