El Presidente de la República se ha convertido en un provocador profesional. Con sus expresiones y acciones busca una reacción de enojo en las personas irritándolas o estimulándolas con palabras y acciones. Hay que reconocer que ha sido muy efectivo y, a juzgar por su conducta repetitiva, que deriva un placer morboso en provocar reacciones adversas.
Y no, no se trata nada más de sus opositores políticos. Lo que es más, a estos los ignora por sistema. No les teme. Considera que no constituyen un peligro para su proyecto. No le parece que tengan alguna relevancia aunque hayan mostrado que la tuvieron en las elecciones intermedias.
El blanco de sus provocaciones somos otros. López Obrador provoca a quienes tienen instrumentos para acotar su poder, para exigirle que rinda cuentas, para cuestionar sus decisiones, para exhibir sus fracasos, para contar las cosas como son, para plantear alternativas distintas a las que se empeña en imponer. En unas pocas palabras: provoca a quienes no son sus incondicionales y a quienes no tiene bajo su control. Sean estos sectores institucionales o sociales.
Se trata de provocar a cualquier sector de la sociedad que percibe que sus políticas no han dado resultados ni van en la dirección correcta. A aquellos que con evidencia en la mano le dicen que la violencia no ha disminuido, que la corrupción sigue siendo sistémica, que la impunidad ha crecido, que la pobreza y la desigualdad han aumentado, que la militarización de los órganos de seguridad no ha redundado en beneficios para la población, que el personal de salud que nos atendió en la pandemia es desechable, que los padres de niños con cáncer son utilizados políticamente, que las víctimas no merecen su empatía, que los defensores de derechos humanos no requieren de protección, que se puede prescindir del trabajo de los científicos y académicos, que los medios nacionales e internacionales responden al único propósito de mantener sus privilegios, que los periodistas no hacen periodismo, sino incitan al golpismo; que los empresarios no necesitan seguridad jurídica, que los movimientos feministas y ambientalistas son un invento reciente y que las instituciones internacionales como el Parlamento Europeo se suman “como borregos a la estrategia reaccionaria y golpista del grupo corrupto que se opone a la Cuarta Transformación”. Todos estos sectores son combatidos en los hechos y en el discurso por el simple motivo de levantar la voz.
Le gusta también provocar a aquellos órganos del Estado que no ha podido subyugar, callar, cooptar o destruir. A la Comisión Nacional de los Derechos Humanos la dejó en paz porque la pudo cooptar después de la gestión de Luis Raúl González Pérez. A los reguladores de energía e hidrocarburos, también. A la Cofece y al IFT los deja cojos faltando a su obligación de proponer a los integrantes de sus consejos. Al Inai lo llama inservible. Al poder judicial lo insulta y se da el lujo de perseguir, extorsionar y hacer renunciar a un ministro de la Corte. Al presidente de la SCJN le propone caer en la ilegalidad extendiendo su mandato. El INE es su villano favorito. Lo provoca insultando a sus integrantes, distorsionando el próximo ejercicio la revocación de mandato, negándole los recursos necesarios para llevarlo a cabo e ignorando al menos trece medidas cautelares dictadas contra funcionarios federales por violentar la veda que prohíbe difundir logros de gobierno.
Hay una gran diferencia en las formas en que los líderes de las naciones buscan hacer realidad sus proyectos. Contrario a lo que hoy representa el Presidente, a los hombres de Estado los mueve no la provocación a quienes no se le pliegan sin chistar, sino la resolución de los conflictos, el diálogo, la negociación que ello conlleva, la apertura a visiones disidentes y el fortalecimiento de las instituciones. Aun las que acotan el poder presidencial.
El nuestro prefiere acusar, imputar, incriminar, fustigar y destruir. Imponer su proyecto utilizando, muchas veces de manera ilegal, la fuerza del Estado y las instituciones diseñadas para dar servicio y proteger a los ciudadanos: el aparato de justicia, el SAT, la UIF, la FGR, los órganos autónomos que ha logrado cooptar. Remata forzando su verdad abusando de la palabra presidencial a través de las conferencias matutinas. En una palabra, hacer lo que le viene en gana comprometiendo el Estado democrático de derecho.
Provocar no es siempre malo, pero López Obrador no pertenece a esa clase de provocadores que busca desafiar a su equipo o a la Nación para hacer mejor las cosas, para lograr mejores resultados y alcanzar las metas trazadas. Más bien, como dijo ayer mi compañero de página de Excélsior, Federico Reyes Heroles, nuestro Presidente lo que hace es provocar daños. Particularmente, el deterioro de la convivencia y la destrucción institucional.
Por María Amparo Casar