TAMAULIPAS.- Hay quienes sitúan el inicio de la debacle priísta el 28 de junio del 2010, cuando fue asesinado su candidato a la gubernatura, Rodolfo Torre Cantú.
Aunque para ese momento todavía se presumía como una sofisticada maquinaria electoral que veía desde lejos el avance de la oposición en otras entidades del país, el Revolucionario Institucional ya crujía por dentro.
El estallido de la violencia un par de años antes, había causado un serio desgaste a la administración de Eugenio Hernández Flores, que pese a todo, condujo sin mayores sobresaltos su propia sucesión, hasta que unos días antes de la elección, ocurrió el crimen político más grave en la historia de Tamaulipas.
No solo porque el asesinado era el virtual gobernador del estado, sino porque, en efecto, las circunstancias de su muerte cimbraron las estructuras del régimen y agrietaron al sistema todo poderoso.
El PRI no supo gestionar la tragedia ni controlar a sus demonios.
La debilidad de las instituciones ante el poderío del crimen organizado, la corrupción evidente, la lucha intestina por los restos del partido, hicieron de la transición Eugenio-Egidio la continuación de una agonía que ya se veía desde lejos.
Tanto, que en el 2016 los priístas perdieron la gubernatura de Tamaulipas sin oponer resistencia.
Como tampoco supieron enfrentar la adversidad cuando pasaron de ser el partido hegemónico a la bancarrota política.
Los seis años de los vientos del cambio presenciamos primero la pulverización de sus estructuras -la fuga de operadores aún hoy continúa en todo su esplendor- y después el suicidio de su dirigencia.
¿De qué otra forma se puede explicar que la decisión de ir en alianza con el PAN a la más reciente elección les haya costado el 50% de los miserables 130 mil votos que obtuvieron apenas el año pasado?
Nada bueno puede augurarse para un partido que enfrenta una debacle de este nivel sin tener claras las razones de su desgracia.
Así lo demuestra el choque que ahora mismo protagoniza su nefasto dirigente nacional, Alito Moreno, con los ex presidentes del partido que pretenden rescatarlo de la ruina a la que ellos contribuyeron durante décadas.
O la insistencia de la dirigencia estatal de aferrarse a una alianza que tanto daño les hizo.
Lo más dramático es que el PRI no ha tocado fondo: en el 2023 puede perder las dos gubernaturas que le quedan, y en el 2024 convertirse en un partido meramente testimonial que apenas aspire a sobrevivir.
Con los 64 mil votos que obtuvo en el 2022 (la elección con más sufragios totales en la historia de Tamaulipas) tiene poco margen para soñar, y escaso capital para ofrecer a la hora de negociar otra eventual alianza.
A dos años de una fecha que se antoja decisiva para su futuro, el PRI se columpia sobre un abismo.