TAMAULIPAS.- Uno quisiera ser caracol, sombra en la tierra no caminada. Saber ver junto a la pared una escalera y trepar a la ventana. Meterse a la húmeda casa.
En cambio afuera por donde voy se dispara el olor del calor, olor de calle que tiene un hotel y sesenta ambulantes tirándose guante, una alcantarilla muchas veces rebasada. El aroma del café, este sí, siempre exquisito que proviene de una parte no investigada por quien suscribe.
También es territorio diplomático de quienes provocan un accidente de buen humor y buena onda. Uno andaría todo el día silbando si eso fuese la vida pero se vende el platano que no nace de una sandia y hay oferentes que venden todo y otros cero.
Desde el día uno quisiera rascar con la pared el polvo del tiempo, volverse aire acondicionado y ejercer el arrebato de ir con con un grupo de amigos a la carrera de los domingos. Uno deja eso en casa, afuera uno quisiera encontrar un trozo de hielo.
Cuenta la leyenda que aquí hubo callejones por donde se podían ver las noches sin luna. Eran calles como el viento que viene del sur y atraviezan el pequeño valle entre el monte. La ciudad ahora hace curvas de repente, los ingenieros han de haber reprobado geometría algún día de sus vidas.
Detrás de cada movimiento falta algo, queda un vacío, algo que no vimos, pero nos gana lo que ahora vemos, sigo siendo de esos que no se cree mucho mientras la sombra de mi bicicleta hace lo suyo en el pavimento mojado de la gran ciudad.
Voy pisando pequeñas estrellas que se reparten el jale y el difuminado mar miniatura y hay sunamis chiquitos por donde quiera. Con tanta historia atrás de las puertas se escuchan los pasos de mi sombra jorobada.
Voy en bandeja de plata porque no había otro recipiente más que ese que pertenece a mi abuela. Desde ahora puedo pensar en eso o dejar que me lleve la corriente en esta vaika de 40 millas por hora.
Suelo a la vez jugar carreras con chavos que van por el eje vial y todos nos bajamos de la bici en Ia de Berriozábal. A veces les gano entre palomas y gorderillos que se cruzan en el vuelo. Otras, la mayoría de las veces me ganan ellos de plano y no me duele decirlo.
El plano de la ciudad es material de guerra, uno puede planear el ataque certero desde cualquier punto, desde cualquier decadencia. En las colinas, entre las interjexiones de la cordillera la gente comienza a subir a la sierra janambre. Van y vuelven con selfies.
Desde la ventana suelo ver el regreso de las aves. Las vi cuando se fueron de los árboles con su doctorado en canto. Cuando llegaron era muy temprano y no pude verlas, pero cuando las vi las reconocí de inmediato.
Desde ayer me dedico a las mejores cosas de la vida y trabajo en mis ratos libres. En ambas partes me divierto lo mismo.
En lo más alto de la ciudad hay un gran lago desde se ve la totalidad de la ciudad abajo del agua. He soñado con eso y con la Atlántida y con la divina comedia. Dicen que la desolación surge en los puentes y hay historias que se mantienen al pie del barandal, a punto de lanzarse a la neta del planeta.
Me he puesto mi caparazón de hierro y como quiera me duelen los dedos que me tocan, la luz que me ilumina hace me agigante en las paredes y la gente corre por las calles como si ahora yo, convertido en aguacero, las fuese siguiendo. Eso uno no lo sueña, lo escribe, mientras resbalo por las calles como un caracol.
En realidad soy rico y vivo en un palacio, y quien sabe por qué pero no se lo cuenten a nadie. Es pudor y liviandad. Es adrede. Desde hace rato que dije que era rico y sigo en el palacio, no he bajado de la nube. Y tampoco me duele decirlo.
HASTA PRONTO