En las cocheras hay gatos abajo de los carros, pasto crecido, aceite quemado, un poco de polvo, los zapatos pisaron el recuerdo del abuelo, pero no lo vencieron, aunque las huellas de todos emborronaron el pasado. Cuando alguien pasa por donde también hubo un cotorro ahí en la cochera, no lo recuerda.
El sábado me gusta porque es como la música. Es una mitad de naranja, una señora que pica cebolla, unos tacos de chicharrón bajo una carpa, bajo la lupa de una nutrióloga. Las camioneta con vida propia llevan su música personalizada a una fiesta.
La música contrasta con el grito de los bon Ice en la calle. De una acera a la otra se oye la voz de una señora que le habla a la otra señora que está enfrente de ella. En el celular lleva la oficina, la casa, la bolsa, su locura, un celular donde todo lo lleva. De pronto se olvida el que existe y cuál perfil tiene en el Facebook. La otra señora le avisa que no pase porque ahí viene un carro y evita que la atropellen.
El cuerpo es el instrumento musical del viento y también el auditorio. El viento por eso hace su vida en ese paso inconfundible entre el ruido y el silencio. Es el tiempo. El oído recoge la música y la vuelve paisaje. Los ojos a veces se quedan sin leer los sábados.
Un hombre intenta un saxo desde un puente, inventa la ciudad y el río que pasa, la montaña que se ve desde lejos, los pájaros que se atraviesan se inventan, se dibujan y se escriben con arpegios. La bandera ondea en lo más alto, a veces el viento la lleva muy lejos y hace que vayan por ella los soldados.
En medio hay una Inmensidad de sonidos. En ocasiones hay más silencio cuando todos hablan. Callar es otro don que tienen las palabras cuando se mojan en la lluvia. Si hablas bajo la lluvia se inunda el alma, la canción es música que la rescata el alma de un bache existencial, de una falta de fe, de una desgana. Abres la puerta y entra el sol con su primera estrofa.
Sin saberlo, la música es una mujer desnuda. Cuando se entera, la música habla en un rítmico poema. La luz escapa de los dedos, se derrama y en el sitio donde cae, las flores brotan como notas, como gotas de agua.
Afuera la raza de bronce se miran sin escuela, sin burocracia. Hacen un esfuerzo y se vuelven a ver se rascan la cabeza y la panza. Dos partidos de fútbol en el llano hicieron que el árbitro se levantara temprano. Nada de que se le descompuso la moto o que no se le secó el uniforme.
En el centro por sobre las calles la música nos lleva en su nube invisible flotamos en ella. Una corriente de aire maneja el cabello a su antojo y un peine de dedos lo acomoda.
Pasa el viento y pregunta por nosotros, golpea las ventanas y las puertas. Nos hicimos los dormidos y no estábamos despiertos. Desde temprano alguien estuvo golpeando una tabla con otra cinceló una pared y platicó con una señora. En lo que pasó todo esto, nadie se percató que hubo muchas cosas que no pasaron tampoco. Nos quedamos con esto.
No quiero salir de este sábado y sin embargo salgo. El sábado al mismo tiempo sale de mi por los poros. Mientras me baño, doy una vuelta por ahí desgastando los zapatos.
Salgo en hombros sin plaza de toros, sin toros. Descalzo. Voy al partido de fútbol. Escuchó las mentadas y los aplausos que el respetable y las amas de casa, más temprano que tarde, le dirigen al árbitro. Luego este se lleva la ocarina a la boca y pita el final del partido. Y nos vamos todos.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara