Lo primero que recuerdo es su seriedad. Era director del Instituto de Biología de la UNAM. Con sus imponentes anteojos, pipa en mano, caminó hacia mí. Fue cortés, punto. Me escuchó paciente. Mi primer empleo lo obtuve en la UNAM y allí pasé casi cuatro décadas con diferentes responsabilidades. Allí me formé. Mi misión ese día –principios de los ochenta– era amarga. Devaluación de por medio, dólares, libras, yenes y demás divisas volaban en las nubes. Se debía revisar uno por uno a los becarios que estaban en el exterior. Sólo los imprescindibles recibirían apoyo. ¿Quiénes eran?
Visité a muchos directores, pocas becas se justificaban. Pero con este director las cosas fueron diferentes: me argumentó detenidamente caso por caso –ante el vacío nacional– si debían ir o permanecer en el exterior. Una situación incómoda: un neófito pidiendo explicaciones a una eminencia. Perdí la batalla. Ese biólogo sabía lo que quería y lo defendía con la fría espada de la razón, cero labia. Así argumenta hasta la fecha. Llegué a casa y le dije a mi compañera de vida: he conocido a un individuo que debería ser rector. Ahí escuché por primera vez la palabra biodiversidad. A estudiar.
No le quité el ojo, José Sarukhán veía y ve lejos. Por fortuna, la vida nos fue acercando. Poco a poco comprendimos sus anclajes vitales: la ciencia, la UNAM, México, el entorno, el planeta. Apareció ella: sagaz, muy estudiosa, firme, amable, alegre, pero sin concesiones, así es su esposa Adelaida Casamitjana, bióloga y química, maestra muy querida. El origen armenio de él, la orfandad, la lucha como forma de vida, la frugalidad gozosa, todo lo forjó. El refugio español, la academia, la pertenencia a las minorías, la tenacidad, están en ella. Las convicciones en ambos. Sarukhán trazó su ruta y no olvidó el rumbo: doctorado en Gales, Departamento de Ecología, que sería Centro y después Instituto, y –por supuesto– Conabio. Pocos entendieron los alcances de esa institución. México le daba la espalda a una de sus grandes riquezas y responsabilidades: la biodiversidad.
Sarukhán se topó con el sargazo y sus ricos derivados, eso lo marcó. Descubrió a México y al mundo el universo biológico del trópico. Pero Sarukhán –siendo un hombre muy brillante– siempre ha tenido claro que un verdadero avance en la ciencia sólo se logra cultivando la inteligencia social, formando profesionistas, especialistas, técnicos, burocracias pertinentes, que logren un trabajo en conjunto, con metas compartidas. Desde su clase hasta Conabio, pasando por el Instituto, la Coordinación de la Investigación Científica y, por supuesto, la rectoría, Sarukhán ha hecho investigación para descubrir y compartir, para enseñar a investigar. Hace tres décadas gestó un semillero, Conabio, que hoy es parte de la riqueza institucional del país, un patrimonio.
El personaje ha recibido decenas de premios y membresías, difícil enumerar todo, basten el de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias –fundada por John Adams– o su asiento en la Royal Society, en la que estuvieron Newton, Darwin o Einstein. Más recientemente, el Tyler al logro ambiental, el máximo galardón en su área. No es descabellado decir que Sarukhán podría ser Nobel. No estaría mal promoverlo.
Por eso no se entiende. Durante cuatro años la 4T se dedicó a asfixiar a Conabio. Sarukhán aguantó, con un enorme sacrificio personal y profesional, todo para garantizarle oxígeno a la institución. Pero la secretaria de Semarnat decidió ir a la afrenta abierta contra Sarukhán. La dignidad produjo la renuncia. Otra lección. Regresará al Instituto de Ecología y seguirá trabajando, formando mentes científicas, mirando lejos, rodeado de muchos que lo admiran. Su discreción y sarcasmo no lo dejarán.
En el futuro de México estará la biodiversidad unida al nombre de Sarukhán. Su trascendencia está más allá de cualquier puesto. Sarukhán ya trascendió, los otros… no existirán.
P.D.: Las nieves de fruta de José son celestiales.
Por Federico Reyes Heroles