Era un juego. Nadie decía lo que pensaba. Eran tiempos de videntes y con la mirada se decían cosas que las palabras no podían. La lluvia comprendía la importancia de evitar las calles para no manchar los trajes blancos y almidonados.
Los labios cortados de modo tradicional, quiero decir horizontalmente, decían palabrotas y se reservaban el derecho a permanecer callados o de hablar fácilmente. Allí iba la raza, como un río revuelto, con sus lecciones, a pelear batallas ajenas.
Había de vivirse sabiendo que somos muchos. Volver a empezar. Todo lo que un ser humano hace entre una copa e ir al baño, entre el canto y una voz en off en la región más oscura del cuerpo. Si ustedes hubiesen llegado en aquel entonces, hubieran transmitido la idea de las paredes húmedas, habrían pasado de uno al otro lado de la arena de box y lucha libre.
Y sin embargo era un juego de un extremo al otro. Por las orillas existían las evidencias relegadas de la ciudadanía. Una y otra vez la ciudad es la situación y un punto. En concreto armado.
Era una era la ciudad. El sitio parecía como parece lo que es cuando vale la pena que así sea, con sus campanarios y las señoras de reboso extraído por el pasado remoto. Las buenas tardes una vez escuchadas dejan el esplendor de una calle y se apresuran a volverse días y más buenos que nunca.
En las galeras, bajo el mando de un impulso, se rascan las costillas los peces y hay seres irreconocibles rasgados en sus vestiduras. Pero quiero revisar esas notas , no están muy claras.
Prosigo ahora: a mi no me engañan, en la mitad de las cuadras hay pequeñas aventuras, navegaciones y desembarcos que terminan extraviados en un bosque donde los sueños secaron vecindarios.
El día era de los más hermosos a voluntad. Entendí que la alegría valía dos veces más y había perdones, ligeras sonrisas, y fotografías a propósito sobre un rayo en una visión de las normales, en tiempos de redes sociales.
Siendo francos vi esperas en esquinas improvisadas por las frases sinceras. Sin embargo me mantuve en Ia pelea con todo lo que nunca será mío y pasé de largo. La vida me dejó el estrato en alguna parte de esta mancha y por fin me veré al espejo, tal cual, aunque ignoro de qué me servirá todo esto.
La ciudad era un juego de nubes. Nadie sabía qué pensar. Había sus ventajas a seis meses sin intereses y Ia ciudad llegaba todos los días como quiera que fuese a sus misericordiosas tardes.
Desde luego había noches con sus nombre de pila. Desde en la tarde he sabido aguardar la hora en ser aquel que va a dormir. Otros lo harán por miles de años para dar continuidad a este recurso, por eso escribo.
Con todo y sus partes verdes, los sitios donde los habitantes desean vivir rondan las bolsas vacías y los pies van pronto, apenas hay tiempo del suelto. En rojo se describe el fuego vivo de la vida, en el centro arden los edificios con personas adentro naciendo de frío.
Se puede ir a todas partes de los alrededores, siempre me encantó esa idea ridícula pero viva. De la mano de la mano guardo el bolso rápido. Las ocasiones de un sí simple, se hablan en las escaleras antes de entrar a escena. Afuera el mundo espera la tercera llamada que nunca llega.
Para cuestiones como desenredar bombas de grafitti la ciudad era un sol esplendoroso desde el transporte urbano. Cabía en una pasada la estampa de personas perdonadas por la visión estética de los deambulantes. Había más letras invisibles de las que se podían ver a simple vista.
En el pasado de ese territorio la ciudad dejó los papeles. Trajo la ropa de mezclilla, la cachucha, el estrecho margen entre el llanto y una sonrisa despreocupada.
HASTA PRONTO
Por Rigoberto Hernández Guevara