El gobierno (decir gobierno hoy hace referencia no sólo al Ejecutivo, sino a gobernantes, legisladores, dirigentes de Morena y también intelectuales orgánicos que se comportan con una lógica monolítica) cree que es buena idea minimizar el acarreo de personas. Esto de alegar que acarrear no es tan grave no es nuevo –lo vimos incluso en la consulta de abril–, pero se han descarado.
Es la sublimación del acarreo. No sólo no ocultan que acarrean, sino que lo pretenden argumentar. No sólo no les apena la incongruencia de que desde el gobierno hacen lo que desde la oposición criticaron, sino que pretenden instalarlo como normalidad democrática, como acto digno de incorporar públicamente a su –digamos– cultura partidista.
Van incluso más allá: se mofan de quienes critican la aberración de utilizar a beneficiarios de programas sociales para que estos se manifiesten a favor de quien debe servirles, no explotarles políticamente; se burlan de quienes preguntan por el origen de los recursos de tan evidente operativo.
Un gobierno que alimenta y procura al pueblo necesitado en medio de una precariedad súbita –terremoto, inundación, sequía, etcétera– o añeja es un gobierno solidario, humanista (ése sí), responsable. Un gobierno que distribuye tortas, bebidas o propinas como parte de la barata zanahoria para premiar manifestaciones públicas a su favor es una cosa muy distinta.
No hay duda de que muchos de los que acudieron a la marcha del 27N a favor de Andrés Manuel López Obrador están convencidos de que es el Presidente que más le conviene a México, de que su estilo y políticas son los adecuados, de que –incluso– el tabasqueño enfrenta resistencias de adversarios que hay que tener a raya, y de ahí que se apunten voluntariamente para responder al llamado a una marcha de apoyo a AMLO.
Pero por lo visto el domingo, además de quienes acudieron por gusto, con o sin medios propios, hubo una operación del gobierno para garantizar una buena respuesta al llamado presidencial.
En otras palabras: el régimen utilizó recursos oficiales (hasta alguna unidad del Metrobús) o ajenos para materializar una muestra de apoyo a su favor, que encima era para responder a una manifestación ciudadana previa.
Además de emprender una acción para la cual no están facultados –¿legalizarán el acarreo como política pública?–, estos miembros del gobierno deberían rendir cuentas sobre los recursos utilizados para esa movilización: ¿de dónde surgió el dinero para los casi dos millares de autobuses registrados por Reforma?, ¿quién responde por otros pasajes o boletos?
Mas lo peor del caso es que el acarreo pervierte cualquier interacción entre gobernados y gobierno, porque éste explota para su propio beneficio la posición de privilegio de la que goza en relación con los primeros.
AMLO prometió cambiar las prioridades a favor de los más pobres. El tiempo dirá si sus programas lograron corregir, así fuera en poco, el histórico desamparo de los más necesitados. Pero incluso si las respectivas políticas del actual gobierno resultaran exitosas, éstas no pueden pervertirse utilizando a los beneficiarios como carne de cañón de baños de masas del líder del movimiento.
Respetar la dignidad de las personas no es sólo dirigirse a ellas de forma cotidiana, prometer que serán prioritarias o darles recursos de forma inédita. Es, sobre todo, ejecutar políticas que corrijan injusticias y brinden oportunidades sin condicionarles libertad o voluntad.
En nuestro pasado inmediato el acarreo hizo fuerte a un régimen autoritario. Es un abuso del poder que anula al ciudadano y, por ende, a la democracia. Nunca debe normalizársele. Menos aún desde un gobierno que se dice de vocación izquierdista.
Por Salvador Camarena