Con el pretexto de que estamos en el umbral del período “Lupe Reyes”, quisiera entrar en esta ocasión a través de la literatura en los consabidos temas políticos que cada semana se abordan en esta columna.
La razón es Annie Ernaux, la escritora francesa galardonada en la última edición del premio Nobel a las letras. Más allá de los méritos que se le atribuyan a la distinción otorgada año con año por la academia sueca, el anuncio del ganador cada octubre ofrece la oportunidad de descubrir autores que nos resultaban desconocidos o les habíamos prestado poca atención.
Es el caso de Annie Ernaux, de quien yo tenía noticia simplemente porque suelen mencionarla personajes de las novelas de Michel Houellebecq, a las que soy asiduo. Ni siquiera tenía la certeza de que la autora fuera real y no una mera invención del polémico escritor, también francés.
Enterarme de que Ernaux no solo existía, sino que también ganaba premios fue una buena sorpresa y más cuando descubrí que varios de sus libros habían sido publicados por la editorial Tusquets y me di a la tarea de hacerme de ellos. En las últimas semanas una parte de mí ha habitado en las novelas de esta mujer.
Y lo que he experimentado no solo es el placer que proporciona una buena, honesta y descarnada literatura, sino también la sacudida de contemplar en estado puro un espíritu insobornable y libre, incluso, de sí misma. En la mayor parte de sus novelas el personaje central es la propia autora, aunque ella no considera que sus textos sean autobiográficos, sino sociobiográficos: retrato social, al mismo tiempo que memoria y experiencia personal.
Probablemente el libro que mejor recoge esta intención es Los Años, una especie de memoria de vida, desde la infancia hasta la vejez; una memoria que no es personal sino colectiva, utilizando su propia trayectoria como pretexto para dar cuenta de la historia social.
“Las autobiografías parten de uno mismo y se limitan a dejar el contexto histórico en el fondo. Yo aspiro más bien a inscribirme en ese paisaje, como si fuera una figura más”. Y en Los Años así lo hace. Un recorrido de la manera en que la historia común le va sucediendo a ella.
Cuando fue esposa o cuando quiso dejar de serlo, lo describió sin tapujos: “A fuerza de acostarse con el mismo hombre, las mujeres tenían la impresión de volver a ser vírgenes… para probar su aptitud a vivir sin marido iban al cine solas por la tarde con un temblor interior, creyendo que todo el mundo sabía que no estaban donde les correspondía”.
Cuando experimentó la presión de adoptar el consumo como la religión de los nuevos tiempos, apuntó: “La nueva forma de ser del mundo era la relajación, sentirse bien, relax, mezcla de confianza en uno mismo y de indiferencia frente a los demás”.
Y más adelante dio cuenta de la zozobra que le inspiraba sustituir personas y pasiones con cosas: “Tengo
miedo de encasillarme en esta vida tranquila y cómoda, de vivir sin enterarme”. Pero no toda su obra es sociobiográfica. Se dice que la escritura es literatura cuando a través de ella se ofrece una comprensión más amplia de lo que nos hace humanos. Lo que ella describe es también lo que otros han experimentado. Por ejemplo, a todo aquél que quiera en verdad comprender los abismos por los que se despeña el enamoramiento desesperanzado, le convendría leer Pura Pasión.
Una novela en la que da cuenta de los días y las noches suspendida en el hilo de una pasión desolada: su relación con un amante ruso, más joven que ella, al que no puede llamar ni buscar, y cuyo único vínculo es una visita irregular y arbitraria cuando él puede y lo decide. Ernaux no ahorra un detalle del sufrimiento, pero también de la gloria de lo que ella llama el tiempo de la pasión, que no se parece a nada.
“En el tren de cercanías, en el metro, en las salas de espera, en todos los lugares donde está autorizado no dedicarse a nada, en cuanto me sentaba me sumía en una ensoñación con A (el amante). En el instante en que caía en ese estado, se producía un espasmo de felicidad en mi cabeza”. Y en otro pasaje: “todo era una carencia sin fin, salvo el momento en que estábamos juntos haciendo el amor.
Y, aun así, me obsesionaba el momento que vendría a continuación, cuando se hubiera marchado. Vivía el placer como un dolor futuro”. Pura Pasión. Al principio de la columna mencioné que hablar de literatura en ocasiones es otra forma de hablar de política. Al menos en el caso de Annie Ernaux. Una mujer para quien la condición humana pasa por entender no solo lo que nos hacemos unos a los otros, sino también a exhibir los sistemas que creamos para conseguirlo.
En su discurso en la ceremonia del premio refiere que el mantra de su obra es una frase que ingresó hace sesenta años en su diario íntimo: “escribiré para vengar a mi raza”. Y continuó: “pensaba orgullosa e ingenuamente que escribir libros, hacerse escritor, al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento.
Que una victoria individual borraba siglos de dominación y de pobreza”. Pero para ello tuvo que encontrar su propia voz: “sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y de sacar a la luz la manera de existir de los míos. Necesitaba romper con el “escribir bien”, con la bella frase, esa misma que enseñaba a mis alumnos, para extirpar, exhibir y comprender el desgarro que me penetraba.
Espontáneamente, emergió en mí el estruendo de una lengua que arrastraba consigo la ira y la irrisión, incluso la vulgaridad, una lengua del exceso, insurgente, a menudo utilizada por los humillados y los ofendidos, como la única forma de responder a la memoria de los desprecios, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza”. Más actual imposible.