Salí de la casa de mi hija al romper el alba, afuera estaba frio el celular marcaba 4°C, me vestí adecuadamente y salí a hacer mi caminata cotidiana. Me gusta hacerlo en áreas boscosas, la foresta oxigena mis pulmones y me vitaliza para iniciar el día.
Caminé sobre el follaje muerto, en la mayoría de los árboles las hojas habían pasado de los deslumbrantes colores del otoño, el rojo, amarillos, naranjas, marrones a un café oscuro para finalmente caer, en un proceso donde muchas de las plantas sacrifican a sus hojas para mantener sus raíces vivas durante el invierno.
No por eso dejan de ser bellos, ahí están los robles altos, con sus amplias ramas abiertas, que cuando están llenas de hojas, proveen de una enorme sombra al que lo necesita, y que, además son lugar idóneo para que las aves hagan sus nidos escondidos de ojos extraños y de los depredadores, pero que ahora el árbol desnudo, sin su follaje, los mostraban al mundo.
Voltee a ver la copa de otros árboles, y también en ellos había nidos ahora abandonados por las aves que muchas veces alegraron el bosque pero que tuvieron que emigrar a lugares mas cálidos y amigables para su supervivencia. Pero no todos, un gorrión se propuso acompañar mi caminata con sus trinos en un tramo, este pequeño seguramente tenía su hogar en algún nido cercano.
Adelante dos ardillas subían presurosas por un pino tratando de escapar de mi mirada hasta que alcanzaron una altura que sintieron seguras. De pronto escuche un ruido a un costado mío, un ciervo, un pequeño ciervo que seguramente se alejo inadvertidamente de la protección de su madre y quien estaría por ahí buscándolo, en pocos segundos desapareció de mi vista, yo por lo pronto voltee a ver si no aparecía la madre que me pudiera significar un peligro. Afortunadamente para mi seguridad, nunca apareció.
En el suelo yacían troncos caídos, algunos de ellos ya podridos, pero que servían de hogar a musgo que lo pintaba de un brillante color esmeralda, a hongos negros, cafés y azules y a otras plantas que ayudaban a su colorido.
Mas árboles desnudos aparecían en el paisaje, nogales cuyas ramas parecían brazos que querían alcanzar el cielo, también arbustos como la frambuesa silvestre, aparentemente seca, aunque mostraba retoños cerca de sus raíces.
Debajo de la hojarasca seca, el pasto amarillo también aguardaba la luz y calidez del sol para mostrar su verdor, eso se podía adivinar viendo las pequeñas hojas (pocas) que se encontraban germinando cerca de su raíz. El entramado de la raíz de esta planta bajo la superficie me hizo recordar al Pando, ese gigante álamo temblón que con sus más de 6000 toneladas de peso se ha aferrado a la vida a través de sus raíces por alrededor de 80 000 años haciendo que sea el abuelo de todos los abuelos.
Pero no todo tenía apariencia de falta de vida, ahí estaban los cipreses, erguidos, altos, verdes soportando casi con estoicidad las embatidas del invierno, con sus bajas temperaturas, sus vientos cortantes y sus lluvias heladas, al igual que los magnolios, enormes, con sus verdes hojas lustrosas, que se niegan a dejar que su clorofila se pierda con el frío.
Y los acebos chinos, que no solo conservan sus hojas durante todo el año, sino que retan al invierno llenándose de frutos rojos.
De regreso a casa escuche el agua de un arroyo que corría alegremente por el bosque, me acerque a el y pude ver a un pequeño conejo tomando agua de su cauce. También escuche la algarabía de una parvada en su mayoría de gorriones que seguramente tenían fiesta, hacían un gran alboroto en un pino, me acerque un poco para contemplarlos, pero no quise espantarlos y no me quede mucho tiempo, aunque me alejaba, seguía escuchando su alegre parloteo.
Llegue a casa y mi sorpresa fue que dos pequeños pájaros azules estaban picoteando una de las ventanas, pareciera que estaban tocando y querían entrar al calor del hogar, en cuanto me vieron se alejaron.
Entre en la casa y me quite la chamarra, levante la cabeza y me vi reflejado el espejo que hay en la sala, no estaba solo, tras de mí, mi mujer, mi hija y mi nieta. No cabe duda, que maravillosa es la vida del invierno.
POR FRANCISCO DE ASÍS