Voy dibujando lo que sale de mis dedos. Uno con otro toman con pinzas las palabras y las pegan en los cuerpos que proceden del mundo.
Este es el espacio ligero donde vuelan las aves, la ciudad que encanta por su belleza. En medio de las aguas, contra el viento y la marea de los años, acumula riquezas que luego obsequia.
De eso trata la literatura en todos sus canales, en el flujo grandioso que se erige como un coloso. Es el incomprendido Shakespeare, Dostoievski jugando sus últimas cartas antes de un prolongado silencio.
En la región donde se siembra, hay lagos inmensos como olvidos en donde saltan ranas y sapos. Habrá que sacar los peces plateados bañados por la luna los jueves o un día desocupado.
Hay que escribir con los dedos y las manos tratando de no caer del equibrio ni de que las letras desborden los diques. Hay que ser obrero y albañil y traer un silvido callejero, un bote pateado, una piedra del tamaño.
Considerado un cable el pensamiento es cadena diseñada para esclavizar. La creatividad lucha en ese cuadrilátero lleno de contrastes y apunta a un blanco siempre invisible, siempre móvil, siempre otro, muy extraño y lejano. Casi ilegible.
Voy dibujando las letras que me abarcan, soy la antigua Roma de calles empedradas sabiendo que existe otra ciudad adentro de ésta.
A escala la letra mide kilómetros de largo, pesa los kilos necesarios para que los niños puedan con ellas. Las letras se vuelven la República de todos gobernada por pontífices unificados, por libre pensadores encerrados en un dibujo tras abolir todas las monarquías.
De vez en cuando un libro, una canción lacustre al norte de la memoria, lleva un río al texto. Una palabra funda otra y en los palacios donde se lee en voz alta la palabra es juzgada injustamente. Siempre ocurre.
Una vez lejos de las palabras que huyen de su creador, las palabras beben el trago amargo en una cantina de mala muerte, pegado a un mosaico, en un pizarrón con todas las prohibiciones de los arquetipos.
Está cabrón ser creativo, diría el poeta a la hora que escribe. La polémica surge de los envidiosos. Entonces, como muertas, las palabras reciben paladas de tierra para cubrirlas, pero la tierra fue el primer cuaderno y sabe cómo se maneja el planeta.
Del suelo brotan palabras como siluetas de fantasmas, apenas un vidrio empañado que trajo una breve lluvia al vidrio, un halo donde se dibuja escribiendo con estilo, un corazón enamorado, un recado triste que despide a un fulano, una tontería dicha con suerte que atinó al golpe.
En su etapa morse los dedos fueron letras palpables que diluidas se convierten a la religión profana de mutismo. Al plasmarse, de ser un mundo, pasan a ser solo uno más de los libros entre miles en la estantería donde se resuelve el cuerpo.
Hace frío y los dedos tiemblan por cumplir con los adagios, para bajar al inframundo desconocido. Esa es la patria, la única a donde se vuelve cada tarde. El otro mundo del creador arrastrado por los dedos, que ya desesperados comienzan a escribirse en el agua potable.
Los dedos olvidan porque no hay tiempo para otra cosa, lo real no existió si no se dijo, los dedos dibujan lo que sale de los dedos por ser lo más cercano a lo real y verdadero, aún cuando nada más ellos sepan. Esa es la industria y hay chingos de libros que jamás fueron leídos.
Lo dijeron todo, el mundo aquel estuvo ahí, nadie habló pero todos escucharon, las letras estuvieron presentes con su proclama. Sólo un poeta puede salvarlas del exilio y las escribe. Las escribe de un modo extraordinario. Ente líneas camufladas, embarrados con lodo, los dedos de la mano dobreviven.
HASTA PRONTO
Por Rigoberto Hernández Guevara