No sé si alguna vez el Presidente se haya planteado la necesidad de considerar por un momento y seriamente a los que pensamos distinto a él y que no queremos ni descarrilar a su gobierno, no queremos que México fracase y no queremos mantener lo que él llama el régimen de corrupción, de privilegios y de injusticia. La respuesta es NO. Nunca se lo ha planteado y no tendría por qué hacerlo en lo que resta de su sexenio. Cualquier disenso es y seguirá siendo descalificado en automático. No hay esperanza alguna de que las críticas y propuestas sean valoradas por sus méritos. Seguirán siendo ignoradas, descartadas y objeto de sorna. No hay más sordo que el que no quiere oír.
Encuentro tres ejercicios que el Presidente no práctica y que hubiesen hecho de éste un mejor gobierno: el arte de escuchar, el de la autocrítica y el de corregir.
De Sócrates a Freud, pasando por los federalistas, escuchar, dialogar y cambiar de opinión ha sido la base de la civilización. Gracias a la disposición de escuchar podemos cuestionar nuestras creencias, cambiarlas, acceder a distintos razonamientos que no se nos habían ocurrido, progresar.
Para corregir hace falta valorar el principio científico de la prueba y el error. Los científicos de cualquier campo trabajan con base en ese principio. Si un medicamento no funciona, se impide que salga al mercado o se retira del mismo; si un puente se cae, se revisan los materiales y cálculos y el siguiente puente tendrá menores posibilidades de colapsar; si una política social no tiene los resultados esperados, se modifica; si una obra no ofrece beneficios sociales ni económicos, se buscan alternativas más acordes con los propósitos buscados.
No tenemos a la mano la poderosa mañanera, que es un monólogo en el que no hay espacio más que para la verdad revelada: “el conocimiento directo y supra sensorial de la verdad, accesible únicamente a los elegidos”.
Las pláticas argumentativas tienen valor per se, porque pueden llevar a un cambio de comportamiento y de estrategia. Pero ante la verdad revelada el valor argumentativo pierde sentido. Lo que cuenta es la prédica. Eso es lo que nos ha pasado a todos los que hemos ofrecido razones para operar un cambio de políticas. Nuestros argumentos caen en el vacío y los datos que ofrecemos como respaldo de nuestras propuestas son ignorados. No recuerdo a ningún gobierno que haya cerrado sus puertas a la oposición, a los críticos, a la academia, a los ciudadanos, como éste.
Pero, ¿por qué sorprendernos? Tampoco escucha a los que, en principio, eran funcionarios fuera de toda sospecha y comprometidos con la 4T. Ahí están Alfonso Romo, Carlos Urzúa, Jiménez Espriú, Jaime Cárdenas o Germán Martínez. Cuando los tres primeros ofrecieron argumentos sólidos contra la interrupción del aeropuerto de la CDMX y la construcción del AIFA, fueron desoídos. Lo mismo ocurrió con las revelaciones de corrupción de Jaime Cárdenas en el Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado o las objeciones de ilegalidad de Germán Martínez en el manejo del IMSS.
No hay esperanza alguna de que la irracionalidad presidencial desaparezca ni que de pronto comience a escuchar a los que disentimos. Aun cuando nuestras propuestas pudieran mejorar el rumbo de un gobierno que, en el mejor de los casos, ha fracasado en sus propósitos y en el peor nos ha hecho retroceder en lo que fueron sus ofertas de campaña: crecimiento, pobreza, violencia, desigualdad, corrupción, impunidad e injusticia. Ni un solo avance.
Esa batalla está perdida. La que no está perdida, a pesar de los múltiples intentos, es la democracia. Su reforma electoral, que pretende darle una estocada a los avances democráticos de los últimos 30 años, desmantelar al INE, capturar el órgano electoral a través de una comisión de selección morenista, introducir incertidumbre en el proceso y resultados electorales, afectar nuestros derechos ciudadanos y dar ventaja al partido en el poder, no ha pasado su última aduana.
Los ciudadanos, las minorías parlamentarias y las propias autoridades electorales tienen dos armas poderosas frente a esa intentona: la movilización y participación de todos aquellos que defendemos nuestro derecho a tener elecciones regidas por los principios de certeza, imparcialidad, independencia, objetividad y legalidad, y la Suprema Corte de Justicia, que es la única facultada para decidir sobre la inconstitucionalidad de las leyes.
El próximo 26 de febrero tendremos una concentración en el Zócalo para manifestar nuestro desacuerdo con esa reforma. Los oradores, a nombre de todos los que asistamos, dejarán en claro los peligros que entraña el plan B de la contrarreforma. La concentración NO es en contra del gobierno de López Obrador. Tiene tres propósitos que han sido resumidos en tres lemas: El INE no se toca, Mi voto no se toca y La Corte sí decide. Ni más, ni menos.
Por María Amparo Casar