Mi mano es un pájaro que vuela, mi rostro tiene una cicatriz que sonríe. En casa corren ríos por los cuales puedo navegar en balsas a todas partes para llegar a donde siempre estuve, me acabo de dar cuenta de ello.
Por un filtro entra una cantidad mínima de luz para que las imágenes queden grabadas. Las imágenes pueden verse después, baste con abrir las ventanas y aparece la mañana.
Guardo recuerdos de los tiempos mozos desde el daguerrotipo del cerebro que acumula de todo. He explorado el silencio que se apaga con mi voz y empieza el incesante ritmo de las canciones.
Soy cinco litros de agua, pinto acuarelas rojas con mi sangre, escribo la Biblia y el Corán que inventa mi movimiento con el ejercicio de evitar otros cuerpos. Soy guapo por dentro en sitios que ofrecen alimentos digeridos y digitales.
En este local que compra y vende, viajo a mi mismo. He tomado la ostia y en la ceniza previa, antes del último aliento, construyo ciudadanía en la carne apretada que mide 1.70. No he podido detenerme. El tren viaja desde que nací recolectando carnes y legumbres.
Significo el viejo mercado donde consumo el jugo de los abanicos. El centro citadino empieza en cualquier momento en la lucha de pájaros que son mis manos que sujetan y sueltan. Todo es inútil. Un día se irán para siempre a su refugio secreto.
En un ataque de bondad mis manos se tocan. Una mano suda la calentura de la otra cuando los nervios tienden a traicionarse. Es un parque de atracciones, si me lo propongo, es el relato de la última guerra que no recuerdo, de tantas.
Mi ciudad es análoga a la que ocurre en la calle, para mi inalcanzable. Nunca seré el horizonte ni el sol que sale, soy quien se queda, el que siembra memoria de estas paredes.
Busco mi tierra prometida, el polvo que soy en la tierra que ocupo. Escribo en la arquitectura disputada por todos los pensamientos que mueren antes de volverse físicos en el destierro de los movimientos. Soy el país y el paisaje que me mira con asombro.
Es mi aspecto un fantasma. Por las cavidades entra y sale el aire a la playa donde juega un niño. Soy la región mas transparente de los huesos, la cal y el silicio de los remordimientos que recogen la noche. Duermo para intentar un olvido en lo que sueño otro. Vivo hasta el cansancio.
Mis brazos, lo he dicho antes, reman inquebrantables. Los pies pedalean una bicicleta torcida. Encima de eso sigo siendo el mismo, desde que nací, en realidad hubo pocos cambios.
En la piel, habrá trozos del muro de los lamentos. Completa mi escena la vieja muralla del país defendido hasta los dientes. Soy el mesías que vino a verme. Pero también soy el infierno de la temperatura abajo de la marquesina de mi sombrero. Soy la sombra móvil no el cuerpo quieto.
Estoy adentro de mi. No tuve que pagar entrada. Me he volado la barda y escapé entre el monte de mis cabellos. Soy mi fugitivo y me encuentro a cada rato, finjo sin embargo, me niego tres veces. No soy ese. Me han dicho.
Abajo de mi hay campos, encima veo normal la ruina del pensamiento. Es natural el túnel del tiempo por donde avanza ls vida que me lleva en la pequeña balsa que hace agua, que yo achico con un bote de plástico.
Esto que ves es lo que aún queda del santuario. En los miles de años una parte me pertenece, el resto de la ciudad todavía continúa en disputa, ando en la beligerancia de mantenerme con vida y respiro profundo, antes del siguiente vuelo de pájaro y de la sonrisa que abre más la historia de mi vida.
HASTA PRONTO
Por Rigoberto Hernández