Inperceptible y anónimo, circulo en la noticia de un cigarrillo en mis labios. Son observaciones, notas del ejército de movimientos. Brazos que muevo por inercia para sostenerme en vilo. Esa es la política del movimiento, estoy haciendo grilla mientras camino.
Si lo digo pasa. La ciudad es un cuadro adentro, un eslabón de la mirada perdida. De pronto me llaman desde un lugar del mundo. Estoy en todas partes del espacio aéreo, soy un ser digital, a gran velocidad voy y vengo, todo ocurrió en un segundo. Esta es la ciudad que puedo tocar con las manos, la otra se mueve entre los dedos.
Con mi página virtual y mi celular en mano abordo la pequeña ciudad. Cuatro veces la ciudad hubiese querido ruedas para escapar. El tiempo puede ver cómo le ha brotado brazos que llevan truenos y vehículos fantasmas. En un parque de espacios el hombre es un caracol incansable en su pared, en su casa metida a la casa de un espiral. Cada vez hay más personas y cada vez hay más gente revisando sus redes.
En la plenitud de primavera la vista es el modelo clásico para armar en un papelito no escrito. Seré el verde de la ventana, el añico de un vidrio, la voz espectacular de la selva dormida.
Pero la ciudad se quedó aquí, y venimos a verle. El río tiene ganas de llevar agua y recoge el estío de las nubes escasas y grises que pasan encima, en realidad poco ha llovido.
De noche la ciudad lleva el sonido de un autobús que rodea la ciudad en los bulevares. Es el universo de la soledad, el refugio detrás de los cristales sobre un anuncio espectacular. Pero estos son los hechos.
En un parque se sienta el alba que da al viejo río. Un perro desnudo se cubre los hombros de la pertinaz lluvia. Yo no la siento.
Al llegar a la parte del centro comencé a caminar más de prisa con el fin de salir lo más pronto posible de ese barullo. El centro es como mi casa, así que cuando menos tiempo pueda pasar en él, mejor.
Cuando oscurece, la ciudad comienza su danza inconfundible y su desvelo profundo y oscuro. La luz es el reflejo, la clase de fuego, el horno al fondo del patio.
En su frenesí las calles que acusaban a su angostura se volvieron amplias y fueron vistas casi todas. Al oriente y poniente había gente pobre como hasta ahora. El silencio es el mismo, aunque mínimo, difícil de acceder entre los coches.
La primera vez de un árbol, sobre un barco, inauguró un deseo repentino. Uno debiera ser el presente milagroso, pero cada día estoy más consiente que ya no somos presente sino pasado reciente.
Aquí hay mar en una encrucijada, en un muladar de tierra tengo un puerto roto. Más al norte se arrastran los drenes con sus garras para diseminarse entre el monte y en el pastizal que preventivamente es limpiado para comenzar de nuevo la ciudad.
A como yo la veo esta ciudad tiene- más allá que edificios y calles viejas- la memoria del pueblo. Uno recorre sus ventanas, sus fachadas y se llena de un extraño privilegio.
Al llegar a esta parte del parque de la tarde se puede entrar de la mano. Se adelantó un poco el verano.
La calle ahora es espesa y tiembla la madrugada. Al frente en la calle solitaria, dos patrullas hacen un pase de lista.
A un costado un sujeto se queda mirando a todo lo que pasa. Con la cabeza en el auto la noche inicia su relato.
El fresno enfrente no pudo hablar. Los focos muy débiles para darme aliento parpadean. Pero la ciudad siempre es un barco, uno se tambalea caminando con un celular en la mano. Apago el celular y me quedo aquí, sólo, en medio de la calle.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA