En la noche más oscura saqué una sonrisa de la sombra, en la luna aquella, en el fondo del alma. La ciudad era un estero y la curvatura de un río cruzaba el horizonte llano y tembloroso.
Me soñé envuelto en calles. Entre seres que acuden a sus hogares ya de tarde. Soñé un roce apenas de la mano que arde, un beso resquebrajado por otro en la historia corta de la puerta. Me soñé mirando la calle.
Despreocupados pasan los días sobre las bajas cimas del hombre de banqueta. Hay hilillos de tiempo que se transparentan, aire pasando disperso en la sierra.
El bajo perfil no es algo que preocupe a los indigentes, nadie les invitó una cena de riguroso frac, un coctel de fiesta, una mano apretada con la suya. Viajan desgarrados, con la comisura de los labios, y sonríen en el resquebrajado espejo.
Se va por la vida, no hay regreso, mentira que alguien puede venir, que alguien espera. Por la senda se ve con claridad cómo todos desfilamos. Somos indigentes disfrazados de payasos con caretas de risas de muchachos.
Sin embargo. Vamos encima de caballos retozones, o briosos. En vehículos nuevos o viejos, solos o acompañados, con amigos nuevos o cansados, vamos sonriendo o enojados, callados o alegando, engañando, retorciendo, quebrando platos, haciendo ruido con el claxon.
Vamos a todas partes y de ninguna venimos. Venimos de nuestros padres, de acurrucarnos en el vientre llenos de pavor en algún verano. Venimos del sueño de dos, nueve meses pensando, nueve meses esperando.
Uno conserva escasos recuerdos de la primera vez que nos vimos. Debió ser fatal. Mi padre era un hombre de amplios bigotes y siempre fue gigante a pesar de los años. La casa era grande con un jardín de rosales, puertas de hierro fundido y techos bastante altos con vigas de madera que no cabían en el ojo ajeno.
Ignoraba en ese entonces qué tanto era lejos o qué cerca era bien junto. En cambio el parque aquel frente a la casa era mío.
Mis primeros amigos fueron familiares que acudieron a visitarnos para jugar en el patio de tierra hasta que la luna entera invadía los lugares comunes y escondía de veras los objetos guardados, cuando ya no había hormigas ni deseos criminales. Me robaban los carritos de fierro.
Era difícil que uno le cayera mal a otro niño. De niño descubres la maldad y juegas con ella, la envidia todavía no corroe por dentro; era entonces un veinte en el aire, un soplo de vida huyendo de la infancia.
De grande no fuiste monedita de oro. Pero de aquí para allá rumbo al prójimo es rudeza innecesaria dedicarse al escarnio, no sea que se vuelva contra uno. Puedes enojarte un rato, en el momento preciso, mostrar tu afecto, tu inconformidad, tu fuerte carácter.
No en balde dicen que el triunfo de la vida consiste en ser realmente uno mismo.
Y así es la vida, vamos bien en el viejo autobús que es la vida, de pronto el vehículo detiene su marcha, bajó un conocido que escribía, uno que leía mucho, también bajó de prisa una mujer valiosa que ya no quiso saber nada, un suicida que fue a buscar un cable para colgar los tenis. Uno lleva compañeros en el trayecto incierto y va con ellosv.
Viajo del lado de la ventana; veo cómo ha crecido el césped, las ramas, los abetos de cuando niño, veo manantiales, borbotones que escurren del río que antes inundaban los suburbios. Veo para ver en cuál esquina bajarme. Todavía falta un trecho.
Lucimos bien para este entonces, fumamos a veces, y un doctor pudo quitarnos las ganas de aspirar una bocanada, el compañero de asiento enciende un puro. Platicamos en memoria del amigo que ya colgó los tenis.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA