Muy temprano, antes de las 6:00 a.m. ya estábamos despiertos en casa, mis hermanas y yo estábamos emocionados, íbamos a ir de vacaciones de verano a nuestro pueblo natal Jiménez Chihuahua. Yo tenía entre 9 y 12 años y mis hermanas eran menores, esa edad en que casi cualquier cosa era una aventura, máxime si era un viaje en tren. Era verano, allí veríamos al montón de primos que teníamos y con quienes compartíamos un gran cariño.
Llegaríamos a casa de los abuelitos, una casa grande construida de adobe en una calle que tenia una forma curva, mi tía Tacha nos decía que era para defenderse de los ataques de los indios Tobosos, una de las tantas historias que nos compartían y que a veces nos repetían para nuestro deleite.
Todos nos quedábamos en casa de los abuelitos y ahí jugábamos subiendo a los grandes mezquites, íbamos al ojo de agua que era el paseo por excelencia, comíamos sandias, leíamos cuentos del Pato Donald, Gene Autry o el Ratón Miguelito. Por las noches platicábamos ya acostados y alguno osaba contar una historia de terror, que nos llenaba de miedo, pero que nos gustaba escuchar.
Para viajar nos íbamos en ferrocarril, mi padre trabajaba en los departamentos de exprés y de equipaje y uno de los beneficios era contar con pases para viajes gratuitos en el país, por lo que haciendo uso de él viajábamos de Monterrey a Jiménez.
Llegábamos a la estación y buscábamos el andén donde se encontraba “El lagunero”, así le decían al tren a Torreón y abordábamos un vagón de primera clase, nos acomodábamos en los asientos y emocionados esperábamos ansiosos la partida del tren. “Vaaaamonos” se oía el grito del conductor y el tren perezosamente empezaba a moverse.
Disfrutábamos enormemente del paisaje, el urbano primero y el del campo después, este era el que mas nos gustaba, ver los sembradíos, los animales, los cerros, en fin, una multitud de cosas que no podíamos apreciar regularmente.
Yo estaba sorprendido de como el tren comunicaba a todos los pueblos, paraba prácticamente en todo pueblo por el que pasaba, en la ruta parábamos en Hipólito, Paila (estación para llegar a Parras de La Fuente), San Pedro de las Colonias, Francisco I. Madero, Gómez Palacio son algunos de los pueblos y ciudades en que paraba el tren para dejar y llevar pasaje.
Creo que era en Hipólito Coah. donde subía un señor para ofrecer sus, “Enchiladas, tacos, enchiladaaas” y una señora anunciando sus “gorditaaas”, se oían sus voces chillonas en el vagón y el olor de las enchiladas, los tacos, las gorditas y todo tipo de comida que vendían se hacía presente en el aire del vagón. Nosotros no podíamos aspirar a probar dichos manjares por dos razones, la higiénica, mi madre era recelosa del cuidado que tenían en la preparación y manejo de dichos platillos y otra puramente fariseica, no gastar dinero en ello.
El paisaje se volvía árido, seco, desértico, con el sol cayendo a plomo, afuera ya no había árboles, se veían ocotillos, biznagas, lechuguillas, nopales, guamis, planta esta última con la que mi madre nos hacía una infusión para erradicar las lombrices.
Cerca de las 3 de la tarde llegábamos a San Pedro de las Colonias, lo que nos llenaba de gusto, sabíamos que ya no faltaba mucho para llegar a Torreón, allí empezaba a cambiar el paisaje, se veían los plantíos de algodón verdes donde aún se encuentran en etapa de formación de estructuras florales, también se veían los canales por donde irrigaban los plantíos llenos de agua.
Pasábamos por Lerdo, Gómez Palacio y finalmente llegábamos a Torreón, allí desembarcábamos para esperar el “Águila Azteca” tren que nos llevaría a nuestro destino. La estación era amplia, limpia, ordenada, nos sentábamos tratando de controlar la impaciencia por que llegara el tren, que debía hacerlo a las 6 de la tarde, aunque en ocasiones se retrasaba varias horas. Tiempo en que nos poníamos a curiosear, a jugar, o hacer alguna otra cosa que ponía a prueba la paciencia de mi mamá.
Por fin llegaba el bendito tren y nos acomodábamos para pasar las 3 horas que faltaban de recorrido, nuevamente el paisaje era árido, aunque a esta hora el paisaje tenía otro encanto, empezaba el crepúsculo y parecía que lo estábamos persiguiendo mientras nos mostraba sus colores naranja y rojo con que se despedía el sol del día, una de las partes más bellas del viaje.
Cuando llegábamos, siempre nos estaban esperando, la algarabía de los primos en la estación hacía aún mayor nuestra alegría, y el cansancio del viaje se nos olvidaba cuando pensábamos lo que disfrutaríamos a partir de ese momento.
De acuerdo con las estadísticas de salud me quedan por vivir entre 9 y 12 años y por un descuido de la memoria se coló uno de los recuerdos más felices de mi vida, cuando tenía entre 9 y 12 años de vida.
POR FRANCISCO DE ASÍS




