La palabra entre más bajita mas afectuosa, no ocupa de la voz alta, se le necesita muy cerquita.
La palabra no es lo que se piensa. No es una voz nada más sino un objeto. No es la que alguien dice con énfasis o con desgana. La palabra tiene propiedad propiamente dicha.
Cada palabra lleva otra adelante que la jala y motiva, si va despacio, viene otra atrás que la empuja entre las multitudes. Cada palabra siendo la misma tiene una diferencia en quien la aporta y otra en quien la escucha. Por eso la palabra siendo única son muchas.
La palabra influye en nosotros y nos hace ir lejos o quedarnos en un sitio, hay ganas de escuchar eso tan novedoso que dice, aunque sea lo mismo a cada rato. La palabra no se escribe de modo diferente, nosotros inventamos los signos, ahondamos las diferencias del tiempo en el que las decimos.
Una palabra dicha, horas después ya no es la misma, ya envejeció. La palabra habla desde los ojos, se escucha desde los oídos de otros, se dice desde antes de los sumerios y ha envejecido, se ha roto y doblado a través del tiempo.
Los ojos se han vuelto tiernos y los oídos más veloces para entender un peligro, y el homo sapiens se adapta poco a poco a entender, en los intervalos de la palabra, su propio y retorcido pensamiento. Y es una voz.
La evolución entonces no es sino una variable de la interpretación de la palabra y otra del pensamiento. Somos los mismos con la misma palabra. Pero hemos inventado y reinventado nuestras farsas.
Una palabra lo dice todo, es capaz de abarcar el universo y desbordarlo, transbordarlo, llevarlo en sus lomos como un libro y trascenderlo como la especie humana: del homo sapiens al hombre moderno.
Pero a la vez puede anular, dejar, regresar e intimidar al hombre inocente, indefenso, que desde su perpendicular acento la nombra, se atreve a simularla sin un sentido.
La palabra es la misma que, siendo un llamado a la conciencia, es un estacionamiento privado, un andén con asientos cómodos donde aguarda el viajero la llegada de otra inútilmente amada.
Las palabras cuando no se encuentran entre ellas, son de todas maneras una, pero al encontrarse su función prevalece, su individualidad universal se transmite entre ellas y se encienden, se fusionan, desaparecen.
Si la palabra es objeto, nosotros no somos sujetos sino palabra, objeto del objeto. Pues es la palabra que nos expresa. En un colosal fuego, en un humo arbitrario que se esparce, lo expresado inunda las ventanas de una habitación repleta de muchachos bailando y se produce el ligero sonido de una voz. Es la palabra dicha, que nadie en realidad escucha.
La palabra tiene el valor de quien la dice, quien escucha acaso la piensa, acaso la sueña o la escucha, pero quien la dice sabe que acaba de sacar su casa a la calle, que acaba de decir qué come, qué escucha, qué lee, lo que esa palabra dice.
De esa forma una incoherencia aparente deja de ser incoherencia, multitud de palabras fueron primero incoherencias hasta que les apropió la lógica, se volvieron buenas financieramente hablando, fue bueno y sano decirlas en un invierno.
Una palabra no dicha es descubierta debajo de un asiento de carro, en el porta equipaje de un tren, en el revelador paso del ser humano que no habías visto en muchos años.
La palabra existe y se escribe caminando, va a donde la voluntad se lo permite; y se queda cuando no puede más, a descansar en el silencio interpretativo de los pensamientos.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA